Censo 2024: una cuestión de fe
Ha pasado el Censo 2024 y más allá del plausible esfuerzo estatal, de la entrega cívica de los censistas voluntarios y de la participación del soberano (algunos a regañadientes), además de los ingeniosos memes que nos han divertido durante nuestra “detención domiciliaria” (que afortunadamente duró un día), encuentro algo que a esta altura del partido resulta imposible de esconder bajo la alfombra: la profunda desconfianza que el Estado administrado por el Gobierno inspira y merece de la ciudadanía.
Y es que los censos son prácticas habituales que se repiten cada década (en Bolivia, precisamente por la improvisación estatal demoró algo más, mediando hasta una huelga para ello), destinadas a tomar una fotografía en profundidad al estado del arte demográfico de un país, una suerte de escáner al ciudadano y a la sociedad. Hasta ahí, todo normal o hasta usual y no debiera despertar mayores suspicacias, pues, a partir de esa información, debiera entre otras diseñarse las políticas públicas, distribución de recursos, prioridades y otras cuestiones de alto vuelo político.
Sin embargo, como no había ocurrido en ninguna otra oportunidad previa, pues ya van varios realizados en Bolivia, en esta oportunidad esa desconfianza se ha visto multiplicada en todos los ámbitos posibles, empezando por la fecha de realización y la huelga de 36 días para, vaya paradoja, obligar al Gobierno a realizar el censo pese a que existe una norma que le obliga hacerlo cada década; luego, el uso del lápiz y no bolígrafo; si proporcionar o no los nombres u otros datos y hasta, por supuesto, el fin que esa amplia cosecha de datos (muchos íntimos de cada persona y familia) podría dar cualquier Gobierno que administra el Estado, pero que no vela por la persona o la sociedad como discursea hipócritamente, sino por sus intereses partidarios de cortísimo plazo.
¿Cuáles serán los factores para esa profunda desconfianza ciudadana? Sin pretensión de profundidad, les escribo algunos que percibo. Aunque muchos idolatran al “Papá Estado”, una cosa es que esperen cómodamente que les solucione todas sus necesidades y otra, muy diferente -y a la prueba me remito-, es que a la vista de sus varias “aventuras” decidan confiarle su intimidad. Resulta inocultable que los últimos años -aunque siempre hubo problemas- el grado de confianza gubernamental plasmado en eficacia, idoneidad, transparencia, legalidad y hasta sentido común ha sido sistemáticamente deteriorado a la baja en el exigente mercado de confiabilidad.
Y es que las instituciones gubernamentales que son las que administran al Estado y entonces cotizan ese bien que es la confianza pública no han hecho más que decrecer hasta límites jamás antes vistos. Por ejemplo, más allá de las legítimas posturas partidarias, está muy pero muy fresco, el fraude electoral que percutió la crisis estatal del 2019 producido ni siquiera en las mismas barbas del árbitro sino con su entusiasta participación, además de la impunidad en la que aún se revuelcan sus perpetradores, ideólogos y beneficiarios. Peor aún, aunque recién se produjo algún tímido anuncio, el “cuerpo del delito”, como es el padrón electoral, sigue vivito y coleando, pese a que fue pervertido por los fraudulentos y sus secuaces.
El mismo rol del principal responsable del Censo, como es el INE, cotiza a la baja cuando nos presenta -cuando lo hace- datos como el índice inflacionario, desempleo u otros que se dan de narices con la realidad, sin necesidad de ser un experto en la materia. Así, es muy poco probable que merezca la confianza del soberano.
Ni qué decir de las pulsiones abiertamente totalitarias de funcionarios gubernamentales durante los últimos años. El tomar la cosa pública -y esos datos recopilados lo serán- como de propiedad de un partido para “meterle no más” caricaturiza hasta dónde puede llegar la anomía institucional causada por sujetos que sólo piensan en empernarse en el poder for ever y reproducirlo por los próximos siglos, pues dice que llegaron para quedarse, u otros delirios que han triturado la fe que el Estado -mal necesario, para mi gusto- debiera inspirar al soberano, más aún como ocurre por ejemplo con el Censo que pretende el bien común en tanto se trata de una actividad demográfica usual que nos concierne y beneficia a todos.
La mayoritaria desconfianza hacia una actividad necesaria y usual como es el Censo prueba más allá de toda duda razonable que se trata de una cuestión de fe: el soberano desconfía profunda y justificadamente del Estado y de quienes lo administran, pues han pervertido tanto sus instituciones al extremo que parecen sólo existir para fines “burrocráticos” y no para cumplir su rol legal y constitucional. “La desconfianza es la madre de la seguridad”, lo escribió Aristófanes.
El autor es abogado
Columnas de ARTURO YÁÑEZ CORTÉS