La batalla perdida contra la corrupción
A lo largo de su historia, Bolivia ha enfrentado persistentemente el flagelo de la corrupción. La revisión de los libros de historia revela que este fenómeno ha sido una parte arraigada de la estructura tanto pública como económica del país. Alcides Arguedas, en particular, arroja luz sobre esta realidad con dos frases elocuentes. En primer lugar, señala que la mayoría de aquellos que ocupan cargos públicos tienen un único propósito: enriquecerse rápidamente y sin escrúpulos. En segundo lugar, describe a Bolivia como una nación tumultuosa, poblada por individuos cínicos cuya principal preocupación es el saqueo de los recursos públicos.
En los últimos años, los corruptos se han vuelto más agresivos y desvergonzados, llegando incluso a amenazar a quienes intentan denunciar sus actividades ilícitas. Esta actitud, similar a la de una rata acorralada, se debe en parte a la impunidad que ha prevalecido como norma. Los corruptos no sólo se sienten molestos ante las denuncias, sino que también recurren a ataques mediáticos para silenciar a sus acusadores. Esto ha creado un clima donde las denuncias rara vez avanzan y los acusados a menudo quedan absueltos sin consecuencias, incluso cuando las investigaciones llegan a las instancias judiciales o del Ministerio Público.
Los índices mundiales sobre gestión pública: de percepción de la corrupción, de Transparencia Internacional, de democracia elaborado por la Unidad de Inteligencia de The Economist y de calidad institucionalidad, realizado por el Foro Económico Mundial sitúan a nuestro país en los últimos puestos entre alrededor de 150 estados, mostrando una tendencia preocupante hacia el deterioro. Esto plantea el riesgo de que Bolivia se convierta en una cleptocracia, un sistema de gobierno en el cual quienes están en el poder aprovechan su posición para enriquecerse de manera ilegal, a menudo a expensas del bienestar público y del patrimonio del Estado.
Es alarmante observar que una parte significativa de la población ha comenzado a tolerar y normalizar la corrupción, adoptando el peligroso lema: “que robe, pero que haga obras”. Esta actitud refleja una aceptación resignada de la corrupción y subraya la urgente necesidad de una transformación profunda en la cultura política y social del país.
La impunidad alimenta la audacia de la autoridad corrupta, llevándola a cometer actos delictivos a una escala cada vez mayor. La corrupción se ha arraigado en las estructuras de los gobiernos municipales y la Contraloría General del Estado se ha convertido en poco más que un adorno. La ley 1178, diseñada para combatir la corrupción, yace olvidada en los escritorios de concejales que no la comprenden o no han logrado implementarla efectivamente para garantizar un control adecuado.
Las autoridades y empleados de auditoría interna, así como las unidades de transparencia de las alcaldías, son designados por el propio alcalde, lo que genera un conflicto de intereses evidente. En lugar de fiscalizar a quienes los contrataron, parecen encubrir cualquier error o rastro de corrupción.
La corrupción ha alcanzado dimensiones colosales, como se evidencia en el caso del mercado Mutualista en Santa Cruz de la Sierra. Esta trama podría beneficiar con millones de dólares a individuos astutos, políticos cómplices y posiblemente a funcionarios corruptos, e incluso podría extenderse a jueces, en el futuro. Frente a la mirada de la ciudadanía cruceña, en pleno corazón de la urbe, se observa cómo particulares se adueñan ilegalmente de espacios públicos.
Las áreas de equipamiento de las ciudades capitales han sido parceladas por intereses privados que usurpan a los municipios espacios destinados a plazas, zonas de salud o canchas. Además, el acceso a información privilegiada permite que las autoridades municipales adquieran terrenos y realicen proyectos municipales, apuntando a beneficios futuros resultantes de la revalorización del valor de los terrenos por efecto de obra públicas ejecutadas en sus cercanías.
Mientras tanto, la opinión pública parece resignada o desinteresada del saqueo que ocurre ante sus propios ojos. Los sobreprecios en la adquisición de maquinaria en las alcaldías del sur de Bolivia son sólo otro ejemplo de esta problemática. La corrupción no conoce límites, incluso en tiempos de crisis como la pandemia de Covid-19. Las autoridades corruptas no dudaron en aprovecharse de la difícil situación del país, realizando negocios oscuros.
El ejemplo de la corrupción en plena crisis de salud fueron las compras millonarias de lavandina, utilizada para fumigar las calles bajo la falsa premisa de prevenir la propagación del virus. A pesar de los informes desaconsejando esta práctica, las alcaldías continuaron con esta acción, posiblemente con el objetivo de desviar recursos y justificar gastos.
En resumen, la corrupción en la política está prevaleciendo sobre los intereses del ciudadano de a pie, que cada vez muestra menos interés en participar en la gestión pública. Evita enfrentarse a las autoridades corruptas, consciente de que la lucha será desigual y temiendo represalias por parte de los políticos corruptos y sus cómplices.
Columnas de MIGUEL ANGEL AMONZABEL GONZALES