Lupe Bahareque y los caudillos
Recibió aquella amenaza como quien recibe a un viejo amigo, con la nostalgia de saber que, en aquellas frases cargadas de odio y rencor, había más de la misma porquería a la que aquel hombre la tenía acostumbrada.
—No te bastaron los 14 años en los que nos tuviste jodidos —le dijo a un viejo letrero en el que aparecía el rostro cuadrado del antiguo mandamás.
Lupe Bahareque lo conocía al derecho y al revés, no en vano había seguido su ascenso al poder desde que llegó a esas tierras de ríos candentes y techos de palma, cargando como única pertenencia aquella oxidada trompeta de Sábado de Carnaval.
La amenaza no la conmovió, él ya no era el líder de los años del cambio.
—Te convertiste en lo que criticaste —le dijo al afiche—, sólo anhelas el poder.
Más tarde, cuando su marido le comentó que un legislador del partido había demandado al técnico aquel que puso en evidencia las contradicciones del proceso electoral de la época del fraude, Lupe Bahareque explotó en un solo arranque de furia.
—El técnico ese —exclamó— es una persona de ciencia, ¡no un badulaque como tú y todos tus amigos a los que les pagan por ir a marchar aquí y bloquear allá!
Tras gritarle a su esposo y decirle incluso de qué se iba a morir, se dio cuenta que estaba defendiendo a un opositor al que ni conocía, fue ahí que cerró la boca en seco.
El marido, sin comprender la exagerada reacción, buscó una salida digna y trató de cambiar el tema comentando que el partido había decidido convocar a un nuevo congreso para elegir a su candidato a la presidencia.
No fue necesario decir más, Lupe Bahareque reventó en una sola cantaleta en la que habló de moral y derecho, explicó lo correcto y lo incorrecto, y terminó mandando al mismísimo infierno a toda la cúpula del partido.
Pasada la tormenta, Lupe Bahareque se fue a sentar a la sombra de un árbol. Se preguntaba qué le había pasado, de dónde surgía tanta crítica a quienes por años ella había respetado y ahora los veía como manipuladores de una clase pobre acostumbrada a ser siempre un sombrío rebaño.
Fue ahí que se dio cuenta de lo que pasaba: ella tenía más conocimiento. Había terminado el primer año de estudios en la universidad, y ya no era una necia más del montón.
—Mi profesor de ética tiene razón —se dijo—, debemos votar por programas y dejar de endiosar caudillos.
El autor es escritor, ronniepierola.blogspot.com
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ