Niños vigilantes: nuevas tendencias en la región
Ante un proceso de desinstitucionalización cada vez más fuerte en el país —basta ver los últimos conflictos en torno a las elecciones judiciales—, acompañada por una creciente desconfianza de la población respecto de las instituciones públicas, se está reforzando la tendencia hacia el desarrollo del vigilantismo. Aquí se lo entiende —sin entrar en mayores debates conceptuales— como el producto de las actitudes de vigilancia, control y punición, generalmente violenta, de los ciudadanos a sus conciudadanos o autoridades, respaldadas en demandas consideradas legítimas (ya sea vinculadas a acusaciones de delitos, corrupción, o por defender derechos ciudadanos de diferente índole).
Sólo para dar una idea, comparando datos en el tiempo para el caso de Cochabamba, a partir de dos encuestas realizadas por centros de la UMSS, se observa una aceptación creciente de diferentes actitudes vigilantes como ser “el linchamiento” (el porcentaje de encuestados que aprueba la práctica se ha incrementado de 42% a 47% entre 2015 y 2022), o el “prohibir ingreso de personas extrañas al barrio” (de 57% a 65%). Es decir, ante la desconfianza —no sólo en las instituciones estatales sino en los mismos vecinos (los datos dan cuenta de ello) — y la desinstitucionalización, la tendencia hacia el vigilantismo es visiblemente ascendente.
Ello ocurre no sólo en Bolivia sino, en general, en toda la región latinoamericana y en los últimos años se ha visto, además, cruzado, sobre todo en espacios fronterizos, con el fortalecimiento de las actividades económicas ilícitas. Ante estas, los ciudadanos se organizan ya sea para defenderse o para apoyarlas (en tanto cadenas económicas que generan de manera indirecta ingresos), involucrando en el proceso a toda la familia, independientemente de su rango generacional.
Dos ejemplos dan cuenta de ambas tendencias vigilantes —de defensa o apoyo a las economías ilícitas— y del involucramiento de los niños en las mismas. El primero en México: un reportaje del periódico madrileño El País (25/01/2024) relata la participación de niños y jóvenes “de 12 a 17 años armados” en grupos de vecinos organizados para su autodefensa frente a los actores ilícitos debido a la “ineficacia de las autoridades para contener la ola de violencia”.
El segundo, en Bolivia, muestra la presencia de niños (denominados “loritos”) encargados de vigilar y alertar a los contrabandistas en caso de “presencia militar” (El Deber, 27/02/2022). La demanda legítima tiene que ver con el derecho a la subsistencia económica de sus familias.
Si bien en ambos casos, las autoridades han tendido a negar esta participación infantil y juvenil, lo cierto es que hay cada vez más indicios de una normalización de la vigilancia —incluso armada como el caso de México— como forma de relacionamiento entre ciudadanos y de estos con las autoridades. Los niños y jóvenes, ante la creciente desconfianza en el sistema, tienden a asumir las tareas de control y, en algunos casos punición. En este proceso se está, cada vez más, entrecruzando la también normalizada presencia de las actividades ilícitas.
Tal vez, sería necesario que, en vez de negar los hechos, se haga el esfuerzo de comprenderlos de manera integral y asumir medidas tendientes a la reestructuración del tejido social, para que el “otro” deje de ser visto como el enemigo. En el contexto del escenario regional actual, esto también tiene que venir acompañado por la urgente tarea de visibilizar el problema de la creciente normalización de las actividades ilícitas, no sólo en cuanto a sus consecuencias en la seguridad, sino en sus efectos desintegradores en las interrelaciones sociales.
Columnas de ALEJANDRA RAMÍREZ S.