Soledad Kanata y el asco
Más con aire de beato, que con la soberbia de quien alguna vez hizo y deshizo lo que le vino en gana, el antiguo mandamás afirmó que la matanza en el hotel aquel no fue cosa suya, sino trastada y barrabasada de quien otrora fuera su segundo al mando.
Semejante afirmación contrastaba con la realidad histórica que daba cuenta de sus múltiples abusos y altanerías, porque en tanto él se creía un santo, de esos que miran desde las paredes de los templos con ojos de canica y ropajes de época bíblica, las voces de poncho y ojota y las críticas de terno y corbata lo daban como el culpable de una y mil canalladas.
—¡Que me citen, no me voy a presentar, que me metan a la cárcel! —indicó.
Eso fue lo que escuchó y vio por televisión Soledad Kanata, la joven profesora que acababa de concubinarse con Ernesto Palma, el abogado egresado, pero nunca titulado, de un pueblo de casas hechas de paredes de adobe y techos de paja.
—¿Puede hacer eso? —preguntó la maestra a su concubino.
Ernesto Palma, que en ese momento se disponía a salir, se detuvo en seco, miró al cielo y bajó la mirada con aire pensativo.
Su respuesta fue técnica, con énfasis en la coerción del derecho y la inviolabilidad del procedimiento, pero a todas luces insuficiente ante los ojos de la moral, que era la mirada que buscaba la profesora.
—Entiendo —respondió ella, aunque su análisis no era ni científico, ni teórico o doctrinal.
La mujer miró la pampa desolada y admiró el cielo azul infinito y sin nubes. Entonces, en una sola declaración, sin mayor razón que el simple sentido común, dejó en claro sobre la mesa la realidad de las cosas.
—Se puede tanto como en su momento no les importó mandar al demonio el referéndum que le prohibía volver a postularse, o como la vez que interpretaron a su gusto y comodidad la nueva Constitución para quitarle, por arte de magia, un mandato entero y habilitarle como si fuese una opción nueva y no reciclada; o como la vez que tuvo la ocurrencia de pensar que ser dueño del poder era un derecho humano.
Soledad Kanata no diría más aquella jornada, en parte porque sintió un asco natural que le provocó náuseas, y en parte porque se dio cuenta de las barbaridades que se hacían por el poder.
Al día siguiente, una vez, superado el asco que provocaba una clase parasitaria como la política, empezó a enseñar en el colegio de su comunidad la historia crítica de un país engullido por la corrupción y por la angurria.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ