Las bolsas nuestras de cada día
Estoy por pagar en la caja cuando la vendedora me sorprende con una amable sonrisa, cosa inhabitual en esta nuestra montañosa y austera región. “Le tenemos un regalo, caserito”, me dice la joven, empleada de mi tienda de barrio (lo bastante grande, por cierto, como para darse ínfulas de minimarket).
“Le queremos agradecer que siempre viene”, continúa. Sigue: “Y que no pide bolsa para sus cosas”.
Debo reconocer que es cierto. Detesto la costumbre local de pedir bolsas de plástico para cada compra, grande o pequeña, sin que sea de verdad necesario. No sólo es un desperdicio, también estamos inundando este país de plástico. ¿Han notado lo deprimente del océano de bolsas en las afueras de tantos pueblos? Me imagino que las vendedoras han apreciado mi humilde contribución al medioambiente.
¿Qué conviene decir en estas circunstancias? Supongo que hay que mostrar cierta alegría por la amabilidad... Nunca fui bueno con las convenciones sociales.
“Y su regalo, casero, es este paquete de bolsas. Harto le van a servir”, me dice la muchacha mientras me entrega suficiente plástico como para cubrir la pirámide de Kheops.
Camino a casa, no sé muy bien si reír mucho o poco. Es cierto, sin embargo, que mis buenas acciones han tenido un premio.
Unos jóvenes pasan a mi lado. Están bebiendo alguna aberración química en minúsculas bolsas de plástico. Luego de sorber el líquido, con absoluta fruición y placer primitivo, botan los envases al piso. Se ven felices.
Más datos
La mayor toxicidad se genera a medida que se degradan tanto las bolsas de plástico como las de papel.
Lo más aconsejable es reducir el uso de las bolsas plásticas y usarlas sólo cuando sean muy necesarias.
Columnas de ERNESTO BASCOPÉ