Todos somos Gregorio Samsa
El 23 de noviembre de 1912, Franz Kafka le escribe al amor de su vida, Felice Bauer que, apenas en agosto pasado la había conocido en casa de su gran amigo Max Brod, la confundió con una criada, pero desde ese instante su imagen se estampó en su memoria: “Querida: ¡Qué historia extraordinariamente repugnante es la que cabo de dejar, para recrearme ahora pensando en ti! La historia ya ha sobrepasado algo su mitad y en líneas generales no estoy descontento de ella, pero resulta ilimitadamente repugnante. Y ves, estas cosas proceden del mismo corazón en cuyo seno vives y que toleras como hogar. No te entristezcas por ello, porque, quién sabe, cuanto más escriba y cuanto más me libere, más puro y digno seré quizás de ti. Pero a buen seguro todavía queda mucho por desarraigar de mí, y las noches no pueden ser lo bastante largas para esta tarea, por lo demás en extremo voluptuosa”.
Por entonces, Kafka había sido asaltado por la historia oscura de Gregorio Samsa, y sus noches y días se convertían en verdaderos suplicios, más aún si su célebre relato “La Condena” lo había escrito de un sólo tirón en un estado casi inexplicable de creación, convenciéndolo de que ese era el momento más fecundo de su vida dedicada, obsesivamente, a escribir.
Apenas concluyó “La Condena”, se puso a redactar “América”, sin mucho entusiasmo, acaso por que un extraño presagio le advertía que pronto, envuelto en ese manto oscuro de la angustia y la “repugnancia”, se presentaría Gregorio para arrebatarle lo poco que le quedaba de voluntad para madrugar a la compañía de seguros en la que trabajaba y que, entre otras cosas, le imponía a Kafka duras obligaciones y el sacrificio de postergar su escritura.
El domingo 5 de noviembre de 1912 y atormentado por lo que significó la creación de “La Condena” y “América” y su irrenunciable negativa a madrugar el lunes a su trabajo, la historia de Samsa, literalmente, se le presenta a Kafka en forma de un repugnante insecto, estando aún en cama, en un estado de somnolencia y angustia permanentes.
Kafka sentía que esa historia debía ser escrita también de un sólo tirón, pero sus obligaciones y ese otro mundo externo y hostigador le conducían hacia escrituras interrumpidas y por partes.
Gregorio Samsa, transformado la mañana de ese lunes en un enorme escarabajo, se convierte en el álter ego de Kafka, es una identificación pavorosa que ahonda su comportamiento frágil y timorato con respecto al mundo externo. La obligación que él tenía de salir a la luz y enfrentar el bullicio y los desencuentros de un sistema apabullante. “La Metamorfosis” es, ante todo, un símbolo, una metáfora implacable que desnuda las miserias y las oscuridades del sistema de cuyo circuito es parte motora la humanidad y que ésta tiene que sopesar, a través del sacrificio y las renuncias, su tranquilidad y su estado afable.
Kafka entendía que su vida estaba marcada por los desaires y la indiferencia. Se sentía un desarraigado, un ajeno a su entorno y al de su familia. Tenía la convicción de ser una persona que incomodaba.
En “Carta al Padre”, escrita en 1919, Kafka revela con dolor y angustia que su padre lo consideraba un parásito, un bicho que no aportaba con nada a su familia y que más bien era una carga para todos.
Esta es la relación directa de la historia de Gregorio Samsa, en “La Metamorfosis”, con la de Franz Kafka.
El argumento del libro, no sólo debe exaltar la opresión ni el énfasis en un sistema deshumanizante e indiferente al dolor, como el que, sin duda, padecía Samsa y, por ende, Kafka, sino más bien como un enclave de libertad y de liberación, porque, Samsa, al convertirse en un escarabajo y negarse a asumir el mundo rutinario externo, asume su libertad de tener otra visión, otra decisión, el de quedarse en su cama, aunque convertido en algo despreciable, pero al fin envuelto en su decisión inequívoca que es una afrenta a los convencionalismos que lo condenan, lo marginan, lo vilipendian y, por último, se solazan con su muerte.
Samsa, asume un cambió, una decisión, una transformación. No una metamorfosis gradual ni por períodos, sino un golpe de voluntad para desvelarse y quedar prendido en un vientre abombado y, desde esa figura, negarse a seguir llevando una carga pesada, o toda una vida pensando en que era un esclavo de su trabajo y del sistema. Como anotaba Jorge L. Borges: (…) “El hombre que está aprisionado por un orden, el hombre contra el Estado...".
Pero también fue una catarsis para Kafka, una purificación de sus condenas, sus desarraigos, sus inseguridades y sus profundos temores marcados por el poder brutal que imponía su padre.
¡Gregorio Samsa no murió!
Esa es una interpretación personal que roza el atrevimiento. Samsa y sus tormentos, sus absurdos y sus obsesiones se encarnaron en la humanidad para cuestionar el sometimiento o la liberación.
Franz Kafka murió en el anonimato un 3 de junio de 1924 en Austria a causa de una tuberculosis que había sido detectada ya hacía varios años.
A 100 años de su muerte, el mundo de Kafka y Samsa está más presente que nunca. Basta despertar un lunes a las 8 de la mañana y preguntarse si aún quedan ganas para sobrevivir en ese otro mundo externo y abrumador que nos cuenta historias, a contrapelo, “extraordinariamente repugnantes”.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.