El padre Cantalapiedra, Dios y la herejía
Al padre Cantalapiedra le pareció extraño y estrambótico notar que los campesinos de aquel rincón olvidado por la cristiandad empezaron a rezar de semejante y peculiar manera. No era ni el tono provinciano ni el murmullo ininteligible de ciertas frases, era más bien el inicio de cada oración y el sentido de estas, lo que le llamaba fuertemente la atención.
Apegado a la sobriedad de la reserva y al secreto mismo de la oración, quiso respetar la privacidad de sus feligreses, y por varias noches se negó a escuchar bien las frases de devoción que susurraban sus parroquianos; sin embargo, tras varias jornadas de intriga y curiosidad, no pudo evitar la tentación de acercarse a oír lo que rezaban los feligreses en cuestión.
Grande fue su sorpresa cuando según su criterio y razón, logró descifrar las palabras que solían emplear los hombres y mujeres de su feligresía, pues tras dudar y pensar que no decían lo que decían y tras creer que era imposible lo posible, se dio cuenta que los campesinos cambiaban al dios de la cristiandad por el otrora caudillo de la vejación.
Tamaña aberración fue del desagrado del cura, que en ese momento pensó en elevar reclamo y consulta al obispo de la nación, pero que se detuvo en seco cuando se enteró que el nuevo rezo e invocación se debía a las infortunadas comparaciones que hizo alguna exautoridad, entre el Dios de los evangelios, y un oxidado dirigente sindical.
Aquella noche, el padre Cantalapiedra, inspirado por las noticias de la época, dudaría si quizás el poder casi sobrenatural o el liderazgo mesiánico del otrora líder gremial, le permitiría evadir lo que se llama inflación, o quizás evitar la fila de la gasolina, el diésel o lo que estuviese escaseando de ocasión.
Él aún no imaginaba que por este mismo tiempo un soldado de rango y condecoración, pretendería tomar el poder montado en los tanques de la época de las dictaduras, y tampoco supondría que tamaño espectáculo no lo creería nadie, porque entre víctima y victimario, más resonaba una fluida complicidad, que un ataque de bota y fusil.
No obstante, por un diminuto instante, el padre Cantalapiedra sintió la arrebatadora necesidad de modificar su rezo devocional, quizás le movía la idea de que el dólar parecía más cercano al averno que al paraíso, y de pronto valía la pena tocar la puerta del Ángel Caído, en vez de insistir con las puertas cerradas de San Pedro. No lo haría, por supuesto, porque en su leal saber y entender eso era una herejía y equivalía a pactar con Satanás.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ