Ante la inevitabilidad de la muerte
A la edad de 59 años, un infarto cardíaco segó la vida del conocido periodista Cándido Tancara. El director de Brújula Digital, Raúl Peñaranda, contó que, 20 minutos antes de morir, Cándido envió el último artículo que editó para ese periódico digital en demostración de la disciplina que le caracterizaba; previamente habían coordinado sus tareas para el sábado 29 de junio. Según Peñaranda, Tancara no conocía lo que era descansar y tal vez eso tuvo que ver con su partida prematura de este mundo.
Las muestras de pesar han sido innumerables y me he sumado a ellas, recordando que, durante algunos años, trabajamos juntos en la UCB, entidad que no supo valorar sus conocimientos y experiencia en la forma en que lo merecía. Su paso por Página 7 y Brújula Digital y por el Gobierno Autónomo Municipal de La Paz no hicieron más que confirmar que fue una excelente persona, gran profesional, muy buen amigo y seguramente ejemplar esposo y padre.
Este lamentable hecho me lleva a reflexionar acerca de esto que nos espera a todos, aunque nadie sepa ni pueda saber, por lo menos hasta ahora, cuándo nos llegará: la muerte.
La muerte clínica (meramente clínica, como la denomina el teólogo católico Hans Küng tomando en cuenta el criterio de varios médicos que escribieron al respecto) es ese estado en el cual está comprobado el cese de la respiración, de la actividad cardíaca y del funcionamiento cerebral, pero en el que no está del todo excluida la vuelta a la vida, sea por masaje cardíaco o respiración artificial. Si esto no ocurre en un lapso determinado, breve, por cierto, sobreviene la muerte biológica, ese estado en el cual al menos el cerebro ha perdido sus funciones de forma irreversible y ya no puede ser reanimado. Dice Küng: “la muerte biológica es, evidentemente, la muerte general, definitiva: ¡pérdida irreversible de las funciones vitales y ruina de todos los órganos y tejidos! El tiempo hábil para mantener las funciones, efectuar la reanimación y, en fin, conservar la estructura (…) ha expirado irrevocablemente”.
Está extendida la concepción según la cual, al producirse le muerte, el alma se separa del cuerpo y va, según la vida que haya tenido el difunto, al cielo, al infierno o al purgatorio. Hay otra concepción según la cual detrás de la expresión “cuerpo y alma” está la experiencia radical de la unidad fundamental del hombre. El cuerpo no es un objeto o algo que hay en el hombre sino el hombre todo entero. Decía el teólogo Karl Rahner: “en la realidad, yo nunca encuentro en mí un espíritu puro y concreto, sino siempre, en todo lugar y en cada momento, un espíritu encarnado... A la esencia del espíritu humano, en cuanto espíritu, pertenece su corporeidad y con ella su relación hacia el mundo”
Podemos decir con Gabriel Marcel: “cuerpo y alma no expresan lo que el hombre ‘tiene’ sino lo que el hombre ‘es’. El hombre es, en su totalidad, corporal. Y es, también en su totalidad, espiritual. Por eso los más sublimes actos espirituales y místicos vienen marcados por la corporeidad”. Para esta manera de entender las cosas, un cadáver es como el capullo, del cual emerge el nuevo ser en que se ha convertido quien ha muerto. La muerte es, pues, el verdadero nacimiento del hombre.
Lejos de abundar en estas cuestiones, esta columna pretende reflexionar sobre otra más mundana que ha sido y es descuidada permanentemente, y que tiene extraordinaria importancia. Como dijo Heiddeger, “cuando el hombre comienza a vivir ya es lo bastante viejo como para morir”, lo que significa que la muerte, que nos espera a todos, puede producirse en cualquier momento; nadie tiene la vida comprada.
Hace poco, Francesco Zaratti publicó una columna (“Antes de partir”) en la que lanza algunas sugerencias respecto a cómo esperar la muerte. A ellas yo agregaría algunas elementales como decir siempre “te quiero” a quienes uno de verdad quiere; despedirse todos los días con un abrazo o un beso; ofrecer disculpas a quien uno ha ofendido consciente o inconscientemente; pedir perdón a a quienes uno ha dañado por su conducta o sus palabras. Al propio tiempo, tener la grandeza de aceptar las disculpas que se nos ofrecen y perdonar a quienes nos piden perdón, sin olvidar que “sólo los grandes perdonan”, como decía Borges. Disfrutar de los árboles, la tierra, la hierba, el cielo, el viento, la lluvia, el sol, las flores, las aves y demás animales. No separarnos de nuestras raíces.
Menos cálculo, más espontaneidad y sencillez para que la muerte, que puede sobrevenir en cualquier momento, nos encuentre en paz con nosotros mismos y con nuestros semejantes. Esta debería ser nuestra conducta diaria y permanente y, si nos los proponemos, seguro que lo lograríamos.
Descansa en paz, amigo Cándido. Gracias por permitirnos reflexionar estos temas.
Columnas de CARLOS DERPIC SALAZAR