Cuando Tihuanacu era libre
En 2010 leí con asombro la convocatoria de la Universidad Militar “Mariscal Bernardino Bilbao Rioja” a un diplomado en “Tiwanacología” (sic). El resumen del curso destinado a profesionales de las Fuerzas Armadas y a civiles decía que era un postgrado “orientado a la aplicación del pensamiento ancestral y la cultura comunitaria en la actividad profesional especializada en el nuevo Estado Plurinacional de Bolivia”.
Los módulos que se iban a dictar en la Academia Boliviana de Historia Militar eran: “La doctrina léctica (sic) como alternativa para el Nuevo Milenio; el origen del Estado Plurinacional; pensamiento andino amazónico; conocimientos astronómicos ancestrales; Tiwanacología astromatemática (sic); prospectiva del Estado Plurinacional en base a los valores estratégicos del Imperio Tiwanaku; viaje de estudios guiado a Tiwanaku”.
“Y si los gringos nos invaden, qué utilidad tendrá este aprendizaje”, pensé en esa ocasión. Evo Morales había expulsado al embajador de Estados Unidos en septiembre de 2008, después de la explosión de un gasoducto acusando a la oposición de “terrorismo”. Esa palabra asustaba por todo lo que significó el operativo en el Hotel Las Américas. Entre ese año y 2011 —con la represión a la marcha indígena por el Tipnis— el Movimiento al Socialismo (MAS) estaba en la cima de su fuerza simbólica, militante y de control del país. Además, contaba con el eco internacional que ninguna otra fuerza política boliviana tuvo alguna vez.
El diplomado en “Tiwanacología” parecía una bufonada en medio de esas tensiones. Sin embargo, no era casual ni gratuito. El adoctrinamiento al interior de las Fuerzas Armadas ha sido sostenido, aunque únicamente algunos columnistas y algunos especialistas alertaron sobre lo que sucedía en su interior.
Las ruinas del milenario imperio andino fueron utilizadas desde el primer día del gobierno de Morales para construir un adecuado discurso pachamamista, anticolonialista, antiimperialista; la entronización del “primer presidente indígena” en el continente (con amauta narco). Todo eso servía de eslabón para alimentar la creciente polarización social.
Recuerdo la primera vez que vi la salida del sol un 21 de junio, hace cuatro décadas. Entonces Tiahuanacu era libre. Llegamos unos pocos curiosos alrededor de las 4 de la madrugada. Era posible parquear los vehículos cerca de las pirámides y acceder a la planicie con autorización de la comunidad. Un chamán preparó la ceremonia. El sol emergió rodeado de los colores del arcoíris, iba y venía, como una bola de fuego. Aún peleaba con las últimas sombras cuando los músicos aimaras bajaron de las colinas estremeciendo el aire del día más corto del año con sus quenas y bombos. Lucían ponchos de tonos intensos que se balanceaban entre los rayos luminosos y el viento de la puna.
Antonio Peredo, en el semanario Aquí, me examinó incrédulo cuando le relaté el espectáculo; creía que había asistido a un viaje psicodélico. Con Juan Claudio Lechín y algunos dirigentes sindicales repetimos la experiencia en el equinoccio de la primavera y en el solsticio de verano, que esa vez fue milagrosamente luminoso, sin las lluvias de otros años.
Era algo hermoso. Era un privilegio. El frío se combatía con el café o con el té con té que vendían las señoras del pueblo y el hambre con “sarnitas” y queso fresco.
Al poco aparecieron los choquehuancas con sus imposturas y el ritual ancestral se transformó en discurso ideológico. La visita fue cada vez más masiva, una borrachera, otra ocasión más para la farra. Un pretexto, una mentira. Peor este 2024 cuando obligaron a funcionarios a amanecerse, incluso a los resfriados y a las madres de familia.
Los periodistas ayudaron a propagar el bulo del año nuevo andino número cinco mil seiscientos o qué sé yo. Los medios de comunicación tienen su cuota de responsabilidad en repetir esas falsedades a pesar de las advertencias de expertos, historiadores serios, sociólogas que investigan las culturas originarias.
Con la llegada del MAS al poder, los monolitos y las piedras adquirieron una fuerza extraordinaria. Nadie podía oponerse. Al contrario, la tontería del feriado para el nuevo año andino fue complementada con la tontería del nuevo año amazónico.
Hace poco, el historiador beniano Hugo Padilla publicó un artículo desmenuzando esa tramoya, que poco tiene que ver con la sabiduría y las expresiones de las grandes culturas precolombinas que poblaron el actual territorio boliviano.
El adoctrinamiento en los textos escolares fue denunciado, pero no solucionado. Una revisión de los libros para secundaria estremece porque es la prueba de cómo se carcome la libertad de pensamiento de las nuevas generaciones. En otra ocasión denunciamos cómo en el Museo Nacional de Arte, en plena plaza Murillo, uno de los más importantes para dar a conocer el país, se colocaba a Evo como el héroe milenarista.
El plebeyo Álvaro García Linera usó el templo de Kalasasaya para su suntuosa boda con una locutora, violentando todas las normativas patrimoniales: quería ser virrey. La voz de Felipe Quispe se alzó contra la falsificación de la ceremonia. La foto circuló por el mundo, principalmente en la prensa socialista y rosa, conmovida por el traje con franjas de aguayo y el diseño francés para vestir a la esposa inca. La weddings party (fiesta de bodas N. del E.) fue concedida a una costosa empresa cruceña. Entre los centenares de invitados estaban dos premios nobel latinoamericanos. ¿Quién les pagaría los pasajes y la estadía?
Los sucesos cotidianos alejan a la opinión pública de esos temas que son los más importantes y los que tendrán peores consecuencias para el futuro de las nuevas generaciones de bolivianos. Esa instrumentalización es diaria, incluyendo el logo de la papelería oficial o el reemplazo del escudo nacional. Nada es cierto. Es un gran montaje.
Los sucesos del 26 de junio pasado son parte de todas estas líneas oscuras; desde la entrevista televisiva, el discurso del general Juan José Zúñiga o el video de Luis Arce comparándose con Salvador Allende. ¡Y se lo creen! El punto es si el resto de la población también les cree.
La autora es periodista
Columnas de LUPE CAJÍAS