Evo Morales, al derecho y al revés

Columna
BITÁCORA DEL BÚHO
Publicado el 17/07/2024

Para los clásicos sofistas del siglo de oro en la antigua Grecia, saber ejercitar el doble discurso consistía en hacerse expertos en el arte de la confusión, la contradicción y el relativismo de los hechos y el conocimiento.

Protágoras, acaso uno de los sofistas más prominentes, insistía con que siempre era posible elogiar y reprochar a una misma persona sobre un idéntico hecho en que ese individuo estuviera cuestionado sin que pasará mucho tiempo entre ambas acciones, si se lograba esto con éxito, entonces ya se estaba preparado para ejercer la política. La ejecución efectiva de un doble discurso, determinaba pues, el arte de hacer política y de embaucar con mayor o menor virtud a una persona o un grupo de personas.  

"Si yo gano, es preciso que por haber ganado me entregues los honorarios; si tú ganas, por haberse cumplido la condición, también deberías pagarme." Esta anécdota de Protágoras con uno de sus discípulos resume, esencialmente, el descarado discurso político de doble fondo que jamás dejó de estar vigente, más aún en estos tiempos en los que continuamente se dice lo que se cree y casi siempre se hace lo que se quiere. En medio, desde luego, la primera víctima es la verdad, ésta es soslayada como una inevitable forma de decir: haz lo que digo, no lo que hago.

El doble discurso es, esencialmente, una forma efectiva de crear discrepancias y confusión, en esa disonancia, se forja, paradójicamente, la conformidad ambigua. El doble discurso crea confrontación, polarización, pugnas y mantiene el ambiente social en constante tensión y al protagonista como el centro de atracción que casi siempre cae como los gatos, parado.

La política populista es el arte de poner a buen recaudo lo que le corresponde por derecho al ciudadano, una vez en el poder, esos derechos son suministrados a cuenta gotas, entonces el gobierno se convierte en proveedor y buen tipo que ‘soluciona’, sistemáticamente, las necesidades sociales de acuerdo al temple y decisiones que le plazcan tomar al mandamás.

Desde hace mucho, Evo Morales, como caudillo, ha ingresado a una de las etapas más trágicas de su exfigura totémica. Ha perdido credibilidad, favoritismo, confianza, ética y moral, pero persiste con la idea de remar, contra viento y marea, hacia un doble discurso, seudodemocrático y subversivo.  

Entonces se hace más vulnerable aún. Desde esa posición tiene que adoptar una conducta autoritaria y evitar ceder su poder de forma voluntaria.

El laberinto político en el que se encuentra el MAS, no tiene nada que ver con imperialismos, ni enemigos internos, ni externos, ni con redes sociales.

Ni siquiera con la oposición política escuálida e inoperante. Su laberinto tiene que ver con su propia administración. Con el sistemático desajuste de los principios elementales, democráticos y apego sagrado a las leyes. Tiene que ver con un afán de ocultar y de socapar irregularidades provocando la creación de grupos de poder económico y político.

Su entorno y su gobierno son sus principales enemigos. “Aquellos que pueden hacerte creer absurdidades, pueden hacerte cometer atrocidades”, decía Voltaire.

Bolivia ha ingresado, peligrosa y caóticamente, a una etapa en la que se tendrán que definir acciones frente a emociones básicas.

Evo Morales no contempla para nada dar un paso al costado en pos de afianzar la frágil democracia. más aún, su posicionamiento subversivo engorda y su retórica se hace cada vez más pobre.

La trayectoria política de Evo Morales Ayma como dirigente cocalero antes de asumir la presidencia, durante sus 14 años de gobierno y su posterior huida del país,  lleva como esencia inequívoca una definición clara en su núcleo de acción: la subversión como método de lucha para alcanzar el poder.

Bolivia, que históricamente acunó la bipolaridad partidista y el caudillismo en su cúspide, con Morales, se enfrentó a componentes mucho más nefastos y letales que deterioraron, paulatinamente, el sistema democrático y el orden social como herramientas para conducir al país hacia un propósito. Evo y su movimiento social, no sólo reivindicaron e instituyeron el partido único, el caudillismo como forma de imponer el orden y el control absolutos a sus leales, sino también, transformó todo ese esquema subversivo en un “modelo” político y económico social que  hasta ahora está vigente.

Subvirtió el orden y los conceptos clásicos de sociedad, ética, política, revolución, desarrollo, verdad, libertad, cultura, gobierno y Estado y, desde esa posición, vendió la idea de ser un personaje insustituible y casi una vaca sagrada.

Si en política, la ética y la moral son conceptos peregrinos o, cuando menos, ofrecen, amablemente, la opción de suprimirlos o ignorarlos, con Morales esos conceptos se afianzaron rápidamente en sus altos mandos, medios y bajos y sus sectores sociales.

Estos últimos, encargados de  hacer los trabajos sucios que todo caudillo autoritario acoge como regla de oro para preservar su investidura, su gobierno y su poder.

“Las injusticias se deben hacer todas a la vez a fin de que, por probarlas menos, hagan menos daño, mientras que los favores deben hacerse poco a poco con el objetivo de que se aprecien mejor”, aconseja el exquisito Maquiavelo.

Las politiquerías del evomasismo eran paridas siempre en esa dirección. Acaso, por eso mismo, la figura y el legado insurrecto de Morales se mantienen vigentes hasta la fecha.

Las declaraciones subversivas y amenazantes de Evo, las instrucciones subyacentes dirigidas a sus sectores sociales, el llamado al caos, al desorden, a la desobediencia. Las acusaciones, las agresiones, los bloqueos, la violencia, y la constante conspiración para que la frágil economía de este país y la balbuceante democracia zozobren, son  una muestra fehaciente de que estamos frente a un personaje que hace de Bolivia un país ingobernable.

Los catorce años de gobierno de Morales han servido para desgastar paulatinamente todo comportamiento ético, moral y de convivencia.

Ese régimen no solo logró imponer su voluntad como único recurso, sino también institucionalizó la banalización de los valores fundamentales de una sociedad. Masificó la corrupción como forma natural de convivencia y la convirtió en ‘moneda’ diaria de transacción.  Quebró por completo los cimientos de la ética como piedra fundamental de la justicia, la democracia y la equidad.

El mandato evista del no pasa nada y “yo le meto nomás”, se constituyó en regla de oro. El “no es para tanto’. “No exageren”. “Todo está bien”. Son frases que de una forma subyacente incitaron e incitan al delito, a la transgresión, a seguir transgrediendo las normas sin reparo, a continuar delinquiendo sin pena ni preocupación, con la seguridad de que alguien del gobierno justifique y legitime esas fechorías.

¿Quién dijo delito? ¡Pamplinas! ¡Aquí no pasa nada! Todo está maravillosamente bien. “No exageren”.  

En la era del masismo, la mentira y la injusticia se ha normalizado, punza como ‘filo de maguey’, ha tenido que aprender a coexistir con la verdad, y pretende vencer.

Es vivificada por una ética mínima e “indolora”, es lenta, maligna y recorre la integridad como un torrente que contamina. Quizás, a fuerza de mentiras creadas y difundidas durante 14 años y más, nos estemos aproximando al estado ideal de los indecentes, hacer que sus discursos y sus acciones, por fin, consigan deshacerse del fantasma de la verdad.

Cuando un personajes público, gobernante o autoridad de alto rango, pierde credibilidad, apoyo, respeto, ética y transparencia, la democracia no le sirve para seguir gobernando. Entonces, es necesario imponer la fuerza y los deseos del mandamás, activar sus mecanismos represores, control social e imponer sus leyes para amordazar e intimidar a su pueblo, así transcurrieron los largos años del evismo y, aún ahora, seguimos con el mismo método. La diferencia está en que, actualmente, el poder de manipulación, administración y decisión, no recae en el presidente, sino que está agazapado entre la bruma y, desde esa posición se hace más peligroso el futuro.  

Si pierdo en democracia, debo ganar de facto imponiendo mi caprichosa voluntad, diría un dictador en ciernes. 

El autor es comunicador social 

 

 

 

 

 

 

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