Un reencuentro con los que morirán
Rosa Montero dice que solo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo, “y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina”. Casualmente estoy en ese tiempo paralelo al que me expulsaron el nacimiento de mi sobrina y la muerte de una “amiga familiar”. Un equilibrio emocional forzado por el yin y el yang en sus versiones de futuro y pasado.
Es difícil escribir desde la pérdida. Desde cualquier separación que suponga el menoscabo de uno mismo: la mudanza de un hermano, un divorcio que deje rescoldos, la muerte.
La magnitud del dolor que provoca la ausencia repentina, y en algunos casos, definitiva, depende de cuánto de nuestra vida se lleva esa ausencia consigo. En esa medida, el sufrimiento por la pérdida podría tener que ver con la cantidad de presencia (de la buena) que tenía la persona que se va, en la rutina de quien permanece. Y ahí la muerte se lo lleva todo. La muerte interrumpe no solo una vida, sino que descompone la vida de otros.
En este lugar en el que me muevo estos días he pensado en la trascendencia de la muerte, aunque no en términos filosóficos (como una dimensión de la vida o como un medio divino de rencarnación). He rumiado sobre su alcance y su permeabilidad en aquellos que se quedan. Como si la muerte definiera, en un fallo definitivo, la existencia.
La frase “no hay muertos malos” es un eufemismo que disuade no los pensamientos despiadados, pero sí las manifestaciones innobles sobre el fallecido. Y es que aquellos muertos malos han sido también vivos malos (arrogantes, prepotentes, desalmados). Se juzga la muerte, como ha sido la vida. Gente que no se ocupó de cultivar amor o respeto, ni siquiera entre los suyos. Quienes rodean a estos seres, no los llorarán, y quizás, como en la canción de Sabina y Páez, deberán dejar pagada una corona antes de morir, para que haya flores en su entierro...
Los hay, por el contrario, quienes dejan a muchos sufriendo un espacio vacío. Rita del Solar murió hace unos días. Rita era una mujer que ocupaba grandes y variados espacios y los llenaba con inteligencia, cultura, gracia y dulce pertinacia (era pisciana…). Rita desapareció para siempre y dejó un cráter. Se ha llevado mucha vida nuestra. Del salón donde la velaron brotaban flores y más flores que, como los asistentes, ocupaban cada centímetro dentro y fuera. No pudimos evitar sentir a un mismo tiempo la falta de oxígeno y el exceso de nostalgia, que parecía prematura pese a que no lo era.
A Rita la quisimos muchos: familia, vecinos, escritores, pintores, políticos, curadores de arte, chefs, jóvenes, viejos, niños (el mío entre otros). Era incondicional y militante de cada una de sus amistades. Somos varios a quienes nos costará comprender que ya no está. Que ya no estará nunca más. Que ya no nos sentaremos a sus fantásticas mesas; ni la escucharemos criticar algún libro de los muchos que leía. Que no la veremos tomar el té con viejas amigas, ni suplicando a una entidad estatal el retorno de los cuadros coloniales a su museo original. Que no la encontraremos insistiéndole a algún secretario de la Alcaldía sobre la necesidad de construir una placita en tal lugar, ni envolviendo regalos con el papel que llevaba su nombre discretamente impreso.
Sócrates miraba la muerte como una posibilidad de encuentro y reencuentro con los que ya han muerto y con los que morirán. Es este último encuentro el que debería preocuparnos en vida. Qué dejaremos con nuestra muerte. Qué emociones provocaremos cuando muramos. A quién encontrarán en el ataúd los pocos o muchos que acudan al cementerio. ¿Nos gustaría que se nos recordara con frialdad, pero con admiración por haber ocupado un cargo importante o haber participado de una operación comercial relevante? o ¿preferiríamos que nos evocaran con amor tan solo por haber intentado ser buenos individuos?
El filósofo griego tiene razón: los muertos vienen constantemente a reencontrarse con nosotros. Algunos son bien recibidos y otros (“los malos”) no tanto. Afortunadamente estos días Rita, que fue una hermosa persona y lo será siempre para todos los que todavía no entendemos el desgajo que nos produjo su muerte, nos tiene, como lo hacía en vida, reunidos en un reencuentro en el que todos nos abrazamos y tomamos aperol spritz en su nombre.
Columnas de DANIELA MURIALDO