Una Santa Cruz para la “raza bendita”
Toda comunidad política es una comunidad imaginada, decía en 1985 el politólogo irlandés Benedict Anderson. Y no hay comunidad más imaginada que la Santa Cruz narrada desde las elites tradicionales de esa región, un cierto mito de “Pueblo elegido por Dios” al que se le concedió la tierra prometida en el llano.
A riesgo de sufrir un asalto mediático personal y el descuartizamiento de este texto para rearmar con sus pedazos un Frankenstein mediático, como se hizo con las opiniones del comunicador político Erick Fajardo, expreso mi contrariedad por ese imaginario patrimonial del viejo pensamiento cruceño que pregona el grosero despropósito de que sólo los descendientes de la “raza bendita” de Ñuflo de Chávez tienen derecho a estudiar, entender y opinar sobre Santa Cruz.
Antes de que salieran a su rescate constituyentes y sociólogos, una minoría seudofeudal, que ya no representa a su región pero que todavía controla su economía y su política, sometió a Fajardo a un violento linchamiento mediático.
Huelga decir que, como el sociólogo Javier Bejarano y el constitucionalista Henry Pinto reivindicaron más tarde, Fajardo apenas sumarió criterios anticipatorios sobre la emergencia de una Bolivia plebeya rural y migrante en el oriente que van desde Zavaleta Mercado hasta Carlos Hugo Molina.
Lejos de un insulto, Fajardo abogó por visibilizar la emergencia de nuevas elites cunumis (eufemismo literario para indígenas), provinciales y migrantes.
Semejante “atrevimiento”, peor venido de un occidental, no-cruceño, desafía el mito fundacional de esa comunidad política imaginada en el oriente: que esa tierra es legado de su estirpe y que cualquier intento de disputarles su derecho propietario sobre Santa Cruz debe ser repelido con un acto de guerra.
El problema es que Santa Cruz no es más la Sucupira de Días Gomes, en la que la descendencia de los Paraguazú puede hacer a su capricho, sino una megápolis con una diversidad cultural que no puede ya ser contenida por las autorrepresentaciones elitistas de antaño, que encima de todo postulan en pleno siglo XXI que “la primera ley del cruceño es la hospitalidad”; premisa que lejos de su aparente benevolencia sentencia que quien no nació en Santa Cruz no será sino un huésped, sometido a las reglas del dueño de la casa.
Carlos Hugo Molina, probablemente la más profunda referencia intelectual cruceña, reivindicó a Fajardo del supuesto insulto, pero el debate abierto está pendiente y lejos de soltar a los mastines de la media, la Santa Cruz de antaño debiera plantearse cómo responder a esos nuevos actores que pretende ocultar bajo la alfombra con censura y terror mediático.
Columnas de CÉSAR ARTURO ARELLANO