Abel Mamani y Alan Lisperguer: lecciones de un Estado en crisis ética
La corrupción estatal representa una de las más graves amenazas para el desarrollo democrático, el bienestar social y la justicia económica en los Estados contemporáneos. En los países carentes de desarrollo, como Bolivia, este fenómeno adquiere dimensiones críticas, afectando no solo la confianza ciudadana en las instituciones públicas, sino también la calidad de vida de las poblaciones más vulnerables.
La corrupción estatal puede definirse como el abuso de poder conferido por el Estado para obtener beneficios privados. Según Robert Klitgaard, experto en economía política, la corrupción se produce cuando existe "monopolio de poder, discrecionalidad en la toma de decisiones y falta de rendición de cuentas" (Klitgaard, 1991). En este contexto, los actores estatales utilizan su posición para enriquecerse a costa de los recursos públicos, vulnerando los principios éticos y legales que deberían guiar su actuar.
Es destacable el caso de Abel Mamani, exministro del Agua durante el gobierno de Evo Morales, el cual encarna un caso paradigmático de las falencias éticas en la administración pública. A pesar de su discurso inicial como líder social comprometido con los sectores populares, su gestión estuvo marcada por denuncias de irregularidades administrativas y mal manejo de los recursos destinados a proyectos hídricos. Si bien Mamani no fue condenado por actos de corrupción directa, las críticas hacia su desempeño se centraron en la incapacidad de garantizar una gestión transparente y eficiente, debilitando así la confianza en su capacidad de liderar una cartera vital para el país.
El más reciente caso vinculado a esa cartera ministerial, es el del biólogo cochabambino Alan Lisperguer, destituido recientemente por enriquecimiento ilícito, ilustra cómo el abuso de poder puede derivar en daños directos al patrimonio estatal. Lisperguer, acusado de utilizar su posición para desviar fondos públicos hacia cuentas personales, representa una violación flagrante de los principios de probidad y responsabilidad que rigen el servicio público. Su caso pone de manifiesto la necesidad de mecanismos más efectivos de control y rendición de cuentas; además de una necesaria transformación del sistema de control gubernamental.
Tanto Mamani como Lisperguer utilizaron su posición para beneficiar intereses personales o desatendieron sus obligaciones fundamentales hacia el pueblo boliviano. Asimismo, la falta de transparencia, respecto a la opacidad en la toma de decisiones y el manejo de recursos públicos es una constante en ambos casos.
Ninguno de los dos protagonistas enfrentó inicialmente sanciones significativas, lo que refleja las debilidades estructurales del sistema judicial y de control estatal, remarcando que la corrupción de estos funcionarios socava la credibilidad de las instituciones democráticas, dificultando el desarrollo de una cultura de participación ciudadana y respeto a la ley.
Ya sea un ciudadano que pasó por la Universidad o un dirigente sindical, la ética como norma de vida no fue la brújula de sus acciones, provocando no solamente la desgracia institucional que hace tiempo viene arrastrando esa cartera ministerial sino, la desnudez de un Estado que existe para el saqueo, pillaje y libertinaje, pues es menester recordar que con Abel Mamani, tuvimos que enterarnos de su fascinación por frecuentar lenocinios y de perderse en bebidas espirituosas lo cual también es una marca constante del servicio público en Bolivia, donde se pueden contar diputados, viceministros, jueces, policías, entre otros tantos funcionarios del Estado.
La corrupción estatal no solo representa una violación de los principios legales y éticos, sino también un obstáculo fundamental para el desarrollo y la justicia social. Casos como los de Abel Mamani y Alan Lisperguer ilustran las consecuencias devastadoras de este fenómeno, desde el deterioro de la confianza pública hasta la pérdida de recursos esenciales. Combatir la corrupción requiere un compromiso conjunto de instituciones, ciudadanos y organismos internacionales para construir un Estado más justo y transparente.
Es por ello por lo que recordar a Platón, quien, en su obra La República, señala cómo las sociedades pueden verse corrompidas cuando los gobernantes actúan en beneficio propio y no por el bien común, es ineludible. En este contexto, Platón aborda la idea de que los líderes corruptos alteran la justicia y las estructuras del poder, llevando a la sociedad a la decadencia. Tal como señaló el ateniense: "La corrupción es el mal uso del poder, que se produce cuando el gobernante busca más el beneficio personal que el bien de la ciudad." ¿Hasta cuándo dejaremos que se haga mal uso del poder?
El autor es politólogo y abogado
Columnas de DELMAR APAZA LÓPEZ