El ensordecedor ruido de la política
Suelo discutir con los histéricos que afirman (a gritos) que Bolivia se está convirtiendo en Venezuela. Lo hago por deporte, sin la menor intención de defender al gorila que actualmente gobierna la nación caribeña. Me estresan las afirmaciones catastróficas que algunos emiten con tono tan descontrolado que parecieran víctimas de una posesión demoníaca. Ellos, con el rostro enrojecido y los ojos inyectados de sangre, prestos a sacar el bate de baseball envuelto en alambre de púas que guardan en el garaje; ellas, con el ceño y la boca fruncida, transformadas de pronto en villanas de caricatura. Comienzan exponiendo datos irrefutables (crisis económica, escasez de hidrocarburos…), luego añaden las fake news que leyeron en WhatsApp y, traicionados por su verborrea, rememoran con nostalgia los tiempos de dictadura de Banzer. Me divierte darles cuerda y después fastidiarlos.
Sin embargo, dejando de lado la socarronería, la realidad que vive el país del gran Uslar Pietri es verdaderamente infernal. Según la ONU, cinco millones de venezolanos sufren de desnutrición. “Yo antes defendía la revolución, pero ahora tengo hambre”, dijo en una entrevista una maracucha de boca seca y piel pálida. Aquella declaración, tan simple y tan triste, es un argumento suficiente para cerrarle la boca a cualquier indolente e insensato que aún defienda al régimen de Maduro. En lo personal, se me eriza la piel cuando imagino a mi esposa, a mis hijas y a mí (glotón desenfrenado, malacostumbrado a los chorizos de media mañana) comiendo sólo un plato al día.
Para pesar de los venezolanos, el hambre continuará: Maduro juró en enero para un tercer mandato de seis años, tras unas elecciones fraudulentas que, según encuestas independientes y las actas que presentó la oposición, perdió por 35 puntos porcentuales. Sus oponentes operan desde el exilio o la clandestinidad. Su régimen mantiene encarcelados a unos 1.800 presos políticos (entre ellos numerosos niños) juzgados por el delito de terrorismo tan sólo por haber participado de protestas y sin acceso a abogados privados. Desde que llegó al poder, cerca de ocho millones de venezolanos han huido de su país.
Para felicitarlo por todos esos destacados méritos, Lucho Arce le remitió, vía X, uno de esos mensajes trillados con alusiones a Bolívar y a la Patria Grande que los nostálgicos del Che se envían siempre. Me molestó que lo hiciera a nombre de Bolivia. Yo también soy boliviano y no me sumo al abrazo revolucionario que el desportillado presidente y el acorralado Evo mandaron a ese atropellador de derechos humanos y democráticos y responsable de la pobreza, el hambre y el sufrimiento de su pueblo. En todo caso, si yo tuviera que enviarle algo, sería un manotazo ensordecedor con la fuerza de los trogloditas de Power Slap.
En respuesta a mi ironía, un señor (exaltado) precisa su afirmación y chilla que los gobernantes de Bolivia y Venezuela tienen las mismas malas mañas. Tiene razón, pero no había necesidad de decirlo a gritos, a la hora del té, escupiéndome pedacitos de su cuñapé. Además del afán prorroguista, la altísima corrupción, la injerencia descarada en el poder judicial y electoral y el reprochable manejo económico, resulta alarmante que, en ambos países, altos mandos del Ejército o la Policía hayan sido cabecillas de poderosas redes de narcotráfico y lavado de dinero.
Ahora todos miramos con expectativa a Donald Trump, famoso por romper reglas y golpear bajo el cinturón. Así como los mosquitos de lluvia, hay una proliferación de llokallas-trumpistas que pasean por Cocha-York con sus gorras MAGA, confiados en que uno de estos días su gallo intervendrá militarmente, con despliegue hollywoodense, el Palacio de Miraflores, y de paso el Palacio Quemado y, por qué no, el Chapare.
Discuto también con ellos. Yo no apoyo los golpes de Estado, les digo, y me someto a una lluvia de insultos que no construyen un argumento serio, propio de adultos. “Tenemos que derrotar al MAS en las urnas”, razono con ellos, que dejaron de ser los seres sentipensantes de Galeano y se convirtieron en toscas calderas de vapor. “Apoyar desapasionadamente y con sentido crítico al candidato opositor mejor posicionado”, continúo, mientras me arrancan la ropa y me amarran al palo santo.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE