Cerco de basura, terrorismo biológico
Desde una perspectiva sociológica, el hecho de que un grupo de personas decida voluntariamente habitar en un botadero de basura —como ocurre en torno al vertedero de K’ara K’ara— trasciende cualquier análisis convencional sobre pobreza o necesidad. Supone la normalización del riesgo: un proceso mediante el cual condiciones objetivamente insalubres, degradantes y peligrosas se integran a la rutina diaria, hasta el punto de perder su carácter de amenaza.
El contacto cotidiano con desechos humanos, residuos hospitalarios, animales en descomposición, lixiviados tóxicos, vectores de enfermedad (moscas, ratas, perros ferales), y vapores fétidos no solo deja de generar rechazo, sino que se convierte en el entorno aceptado e incluso defendido.
El riesgo de vivir con lo intolerable ha sido interiorizado y perpetuado, arrastrando consigo a nuevas generaciones que nacen, crecen y mueren sin haber conocido otro horizonte vital que el de la basura como paisaje.
Esta realidad configura una distorsión profunda de los marcos culturales de dignidad, salud y humanidad. Ciertamente, algo está profundamente mal en quienes —voluntariamente— aceptan convivir con desechos como forma de vida en base a la ocupación ilegal de predios. Cuando la vivienda se confunde con el vertedero, el hedor se mezcla con el poder, y la miseria es disfrazada de resistencia, se desdibujan los límites entre humanidad y degradación.
En términos clínicos, hasta podría hablarse de un síndrome de deshumanización adaptativa colectiva, caracterizado por disociación social —aislamiento o desvinculación del colectivo— y un correlato neurobiológico: la disminución de la actividad en la corteza prefrontal ventromedial, región vinculada a la empatía y la moralidad. Ergo, urge un proceso integral de intervención salubrista y recuperación humana antes de que el impacto sea mayor.
Por otro lado, en estas dos décadas de “wiphaleñismo”, el botadero de K’ara K’ara se ha convertido peligrosamente en un espacio de agencia política: extorsiones constantes a cambio de conseguir obras públicas, controlar el ingreso, permitir o bloquear el funcionamiento del vertedero se transforma en anómico “poder territorial”, utilizado como herramienta de presión al Estado, sobre todo en su dimensión municipal.
El reciente fallo del Tribunal Agroambiental que autoriza el funcionamiento transitorio del botadero de K’ara K’ara por siete meses más confirma, con dolorosa claridad, que el Estado ya no administra su territorio, sino que mendiga su gobernabilidad a grupos de presión que se atribuyen el falso “derecho” de cercar ciudades con basura como forma de extorsión socioambiental.
Lo que ocurre en Cochabamba no es una “protesta social”: es una modalidad de bioterrorismo urbano, con todas las letras, a la luz del Art. 17, par.II, inc.b de la Ley N° 400 de 2013. El uso masivo de desechos putrefactos, contaminantes y vectores de infección como herramienta de coerción política y chantaje institucional cumple tipicidad plena.
No se trata de una metáfora, sino de una figura penal prevista por el legislador para este tipo de atentados contra la salud pública.
El reciclaje urgente no es solo de residuos, sino de los funcionarios del centralismo que han perdido —o renunciado a— la capacidad de reconocer el terrorismo ambiental en su forma más cruda.
La basura que se descompone en las calles es tan tóxica como la cobardía política de quienes, por cálculo o complacencia, permitieron que los desechos se transformen en armas y la población civil en rehén.
Mientras tanto, la ciudadanía clama por la aplicación del uso legítimo y proporcional de la fuerza, que el centralismo sigue postergando por miedo o complicidad.
El autor es jurista y político
Columnas de FRANZ BARRIOS GONZÁLES