El cine de Bolivia se muestra como nunca antes
Diego Rojas
Una toma abierta desde las alturas va adentrándose en la altiplánica ciudad de La Paz, en Bolivia, a 4000 metros sobre el nivel del mar. Edificios de varios pisos de ladrillo sin revocar; otros más sofisticados, pero no ostentosos; un puente aéreo lleno de automóviles desfilando a paso de hombre, en medio del ruido de las bocinas; los teleféricos que unen la capital con El Alto sobre las viviendas precarias construidas en las laderas de las montañas; cables y más cables, marañas de cables sobre las ventanas de los departamentos; las voces populares de las vendedoras en el mercado ofreciendo sus productos. Seis minutos de imágenes palpitantes presentan al protagonista principal de la película El gran movimiento, de Kiro Russo: la ciudad de La Paz. Luego, una manifestación. Un cartucho de dinamita estalla. Ha llegado una protesta de mineros. Comienza la aventura.
El gran movimiento es una de las obras más renovadoras del cine boliviano de los últimos tiempos. Aunque no no desarrolló una gran industria, es cierto que constituyó una identidad propia, un estilo que podría denominarse nacional.
Si bien hubo algunas realizaciones fílmicas narrativas casi artesanales en las décadas del veinte y treinta del siglo XX, en la década del cincuenta se desarrolló un cine antropológico documental que registró los modos de vida subsistentes de las poblaciones originarias en las altas cumbres montañosas, sus rituales ancestrales u otras que, de modo narrativo, intentaron reconstruir una mitología correspondiente a las comunidades aymara y quechua.
Luego de la Revolución de 1952, en que los mineros armados derrotaron al ejército para imponer un gobierno liderado por el Movimiento Nacionalista Revolucionario y en la que constituyeron una poderosa Central Obrera Boliviana, el cine se inclinó a registrar los actos de gobierno y la transformación social que se operaba al tiempo que la clase obrera se convertía en un sujeto político de la actualidad de ese país (En su viaje iniciático en moto, Ernesto Guevara transitó por Bolivia y dejó consignado su asombro al ver las milicias armadas populares que sustituyeron al ejército durante un tiempo).
Ese arte de propaganda fue el embrión de lo que sería una de las cumbres cinematográficas bolivianas durante las décadas de los sesenta y los setenta, en la que se destacó el grupo Ukamaú, liderado por el mítico realizador Jorge Sanjinés, que puso las cámaras al servicio de las luchas sociales y con un sentido político que reinó al mismo tiempo en las producciones fílmicas del mundo entero, tanto en Europa (con la nouvelle vague y su posterior evolución política de la mano de Jean-Luc Godard, François Truffaut y otros; el nuevo cine inglés y el nuevo cine alemán), Brasil y Argentina (con obras emblemáticas como La hora de los hornos, de Pino Solanas, o Los traidores, de Raymundo Gleyzer).
En 1969, Yawar Mallku, de Sanjinés, ficcionalizaba el rol del Cuerpo de Paz estadounidense que se dedicaba a esterilizar a mujeres sin consentimiento (el film contribuyó a que se expulsara de Bolivia a esa ONG “de paz”). En 1971, el documental El coraje del pueblo le dio la voz a los sobrevivientes de la Masacre de San Juan del ejército del gobierno dictatorial de René Barrientos contra los mineros de Oruro, a la vez que recreaba los combates que tuvieron lugar en 1967 en las alturas montañosas. Más tarde, el film de Sanjinés de 1989 La nación clandestina narró la historia de un campesino que regresa a su comunidad (de la que ha sido expulsado) luego de vivir en la miseria y la discriminación de la elite de La Paz, y que decide volver para redimirse ante los suyos bailando hasta morir. La película recibió en la Concha de Oro en San Sebastián. En la actualidad, Sanjinés tiene 87 años. Sigue filmando.
Los años noventa y los primeros años del siglo XXI mostraron un cine aggiornado a las tendencias generales del entretenimiento, alejados de la política e incluso del costumbrismo, dirigidos hacia un público popular, algunas de aquellas películas realmente exitosas, pero formalmente adocenadas.
Kiro Russo probablemente haya conseguido confluir en su obra un cine con conciencia política y de clase (sus protagonistas provienen del distrito minero de Huanuni, en Oruro) con recursos contemporáneos. De este modo, produce una filmografía que destella en el arco latinoamericano, con una formalidad sofisticada que no se aleja en absoluto de sus personajes populares. Así lo demostró su primer largometraje Viejo calavera, producido por el Sindicato Minero de Huanuni, y el actual El gran movimiento, que se exhibió en el Bafici 2022. Ambas películas se proyectan estos días en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín, en la avenida Corrientes.
Infobae Cultura conversó con Kiro Russo. Pero antes de sus palabras, volvamos a la presentación de la protagonista de su película, La Paz, para presentar a los demás personajes. Elder es uno de los mineros que “bajan” a la gran ciudad en protesta por la falta de trabajo en las minas. En la primera escena, Elder y sus compañeros cantan: “¡Sangre de minero, / semilla de guerrillero!”, una consigna de los años setenta que aún subsiste en las protestas proletarias bolivianas. Sin embargo, la lucha no prospera. La policía los expulsa hacia El Alto. Elder y dos de sus compañeros deciden quedarse en la ciudad para buscar trabajo.
Las cámaras hacen un trabajo prodigioso. El retrato de una ciudad en ebullición, caótica, desbordante de gritos de los minibuses que anuncian su recorrido, los mercados. ¡Ah, los mercados! Típicos, centenarios y dominados por las cholas que venden masivamente sus verduras, carnes, ropas, lo que sea. La cámara recorre virtuosamente paisajes repletos de personas. La ciudad vive. Los muchachos de Huanuni encuentran algún empleo cargando bultos. Elder enferma.
Nadie sabe de qué se trata su enfermedad. Una chola lo cobija. Ella sospecha que el diablo se ha apoderado de su alma. Max, un vagabundo sabio que quizás sea un curandero, hace aparición. Pero antes, Elder -en el delirio de la enfermedad- recuerda el baile de música electrónica en Huanuni con sus amigos (electrónica, no arpegios folklóricos: una escena que corresponde a Viejo calavera, que también protagonizó Elder, aunque varios años más joven), una maravillosa coreografía con música que bien podría formar parte del post punk británico es desarrollada por cholas y trabajadores del mercado, liderada por el misterioso Max. Se trata, aquí, de la felicidad del cine.
— ¿Inscribe sus películas en alguna línea estética o política del cine boliviano?
—Kiro Russo: Bueno, conozco, claro, la cinematografía de Jorge Sanjinés y el grupo de Ukamau y hay un diálogo en muchos aspectos con su obra. Por otro lado, me interesa dar otra perspectiva al cine boliviano. No hago cine indigenista, que alguna vez caracterizaron así mis películas, pero en realidad no es así. Pero sí trabajo con sindicatos, aunque no hablo en nombre de los mineros. Mi posicionamiento político tiene que ver con tener una fuerte consciencia de clase y a la vez tener nexos con la gente con la que hago cine. Tanto en los cortos como en los largometrajes, trabajo con la misma gente desde hace quince años.
—Al ver Viejo calavera y El gran movimiento y al encontrar al mismo actor que hace de Elder, según pasan los años, se puede pensar en un gesto a la Antoine Doinel de François Truffaut.
—Sí, de alguna manera. Además, está en el proyecto de la próxima película. También me parece que la cuestión de la consciencia de clase es la de lograr tener un relacionamiento humano, por eso yo solo trabajo con amigos.
—Al saber desde los títulos que Viejo calavera está producida por el Sindicato Minero de Huanuni, el espectador se prepara para ver una película de luchas proletarias, en el sentido de de los años sesenta o setenta.
—Yo me fui a vivir mucho tiempo a las minas y ellos me pedían retratar la distancia generacional con sus hijos, ya que los mineros no quieren que sus hijos sean mineros, los mandan a las ciudades. Y, por otro lado, querían que retrate los viajes de recreación de los mineros, de los mineros volando en un avión. Y es que el minero ilustrado de los sesenta es casi un mito. Los mineros son muy representativos siempre de la contemporaneidad boliviana. Y los gobiernos de Evo Morales implicaron que varias capas sociales ingresaran de nuevos modos al desarrollo capitalista y al surgimiento de una burguesía indígena, una burguesía aymara muy fuerte que transformó a la ciudad de El Alto en la segunda ciudad más importante del país en términos económicos. Eso refleja un cambio muy grande y un acercamiento de la bolivianidad al consumismo capitalista. Para mí era coherente representar la minería en esa posición. Y centrar Viejo calavera en Elder, que no está de acuerdo con nada, no quiere obedecer el mandato familiar de sacrificar su cuerpo en las minas.
—Una escena icónica de Viejo calavera, de gran potencia, también aparece en El gran movimiento, cuando Elder y sus amigos bailan música electrónica. Saca a los personajes de la mirada folklórica…
—El tema de la música es muy crucial. Mucha gente pensaba como que la gente de Huanuni no podía estar bailando esa música. Pero es algo actual y real y de una manera enorme. Las fiestas tradicionales aymaras, ahora con gente millonaria, siguen haciéndose pero con un nivel de ostentosidad delirante. Las hacen en los “cholets”, esos edificios extravagantes de El Alto, y en los últimos cinco años lo que brinda más status es llevar grupos de afuera y han contratado a Modern Talking tres veces para fiestas privadas en Bolivia. Se puede encontrar en YouTube. Y ves cholitas bailando. Es una locura.
—Usted mencionaba a Sanjinés. En los años noventa su influencia de cine político o que filma a un sujeto de la clase obrera se transforma, ¿no?
—A partir de los ochenta se empieza a suponer en un cine más comercial, con un modelo más hollywoodense, creo que sucedió en toda Latinoamérica y también en Bolivia, claro. Se hicieron comedias como La llamita blanca, que fue de las más exitosas del cine boliviano. Hay un humor popular y se aleja de los temas políticos. La lógica de las producciones de Ibermedia en la que había que poner actores de otras nacionalidades marcó cierta época.
—Luego llega su cine, que no reniega de lo contemporáneo, pero que sigue filmando a un sujeto social muy preciso en estos años del siglo XXI. Entonces se produce esa conjunción, por ejemplo, en El gran movimiento, de la vieja La Paz, de los mercados; con la nueva La Paz, de los teleféricos hacia El Alto, y que comienza con una protesta minera.
—Una de las intenciones era que La Paz fuera un personaje. Me interesa dialogar con las artes bolivianas en general y hay elementos de la representación de La Paz en los artistas bolivianos, en la pintura, en la literatura. Podemos hablar de Jaime Sáenz, que para mí es el mayor literato boliviano, que hizo muchas novelas en la que la ciudad de La Paz es personaje, y con personajes del hampa o de los límites de la ciudad. Me interesa resignificar esos personajes. Creo mucho en el cine como un lenguaje a explorar, que vaya más allá de la sola narración, que lleve a través del montaje, los sonidos, y todos los elementos que se conjuguen con la narración. Por eso se puede inferir que Elder, que enferma durante su estadía en La Paz, está llevando la mina dentro de sí de todas formas, él carga con eso a pesar de que ya no trabaja allí.
—Es cuando aparece este personaje misterioso llamado Max, ¿qué parecería ser un curandero?
—A mí me gusta mucho poner en cuestionamiento la representación de ciertos personajes. Podría ser un curandero, lo que se llama “yatiri” en aymara, pero Max es un tipo ermitaño que vive en los límites de la ciudad. De alguna manera quería poner en cuestionamiento esa representación “yatiri”. A mí no me interesa hacer cine folklórico. Yo he estado realmente tratando de romper con eso que lastimosamente se ha puesto de moda, que es el “cine andino”, que vuelve a exaltar el folklore y hace una elegía al indigenismo de una manera paternalista. Ese tipo de representación folclórica, digamos, responde más a una necesidad casi comercial. Y así alimentan estereotipos negativos.
—Bueno, Max participa de la coreografía, que es un momento pleno de contemporaneidad.
—Volviendo a la cuestión de las relaciones con las personas con las que trabajo, Max es un amigo de hace casi veinte años.
—Es un actor profesional, ¿no?
—No, no, no es ningún actor. Él es tal cual se ve en la película. Por eso la película tiene una capa documental, en tanto la inspiración que brinda la vida real de los protagonistas para armar la película. Max ha vivido en la indigencia por más de 25 años y tengo el orgullo de decir que la película le ha cambiado la vida, ya que gracias a la película lo ha vuelto a encontrar. Pensaban que estaba muerto. A partir de la exhibición de la película en Francia lo volvieron a encontrar.
—¿Cómo es eso?
—Max, al ser un tipo tan extraño me contaba muchas historias en la relación de muchos años y una historia era que su familia se había ido a Francia y lo habían abandonado. Yo la verdad no le creía. Durante el estreno en París, al final de la película vinieron como quince personas llorando. Yo no podía considerarlo: era la familia de Max. Esta familia era un grupo de música folklórica famosa que iban a Europa hasta que terminaron quedándose en Francia. Entonces lo vieron en un póster, fueron a ver la película, a los dos meses fueron dos hermanos a buscar a Max. Toda una película detrás de la película. Eso me interesa también del cine, lo que pasa atrás de cámaras. El hecho social que sucede y puede dar resultados positivos como este.