Los toros tiernos de Edgar Arandia
Estos toros tienen dignidad, son corpulentos y pueden infundir temor, pero su fuerza no radica en la violencia sino en su dignidad y en una mirada de ternura. Son toros que han sido víctimas de la violencia de los hombres, pero quieren establecer con ellos otra relación que no pasa sobre un charco de sangre.
Las obras que Edgar Arandia presenta en el Salón Municipal Cecilio Guzmán de Rojas, en La Paz, llevan por título general “Andromaquia”, lo que las coloca en el polo opuesto de los dibujos de Goya o de Picasso sobre tauromaquia. “Andromaquia”, la medida humana de los toros en la cultura andina, es una propuesta novedosa no solo por lo que simboliza, sino también por el trabajo en una técnica experimental que ha desarrollado el artista: brea y bíster sobre plancha de vinilo.
El bíster es una sustancia obtenida de las maderas resinosas quemadas, que se emplea como pigmento o tinta. El color negro o marrón se obtiene del hollín de la madera de haya y se ha utilizado en pintura y dibujo desde la Edad Media. Suele emplearse para crear tonos oscuros y sombreados, y puede mezclarse con otros pigmentos para crear distintas tonalidades. La brea o alquitrán, tiene una capacidad de adherencia muy alta, por lo que su utilización sobre el vinilo quirúrgico que usa Edgar Arandia, le otorga una resistencia definitiva:
“El bíster se fabrica desde el Medioevo para remplazar a la tinta china, y se fabrica hasta el día de hoy. Yo me traje varios frascos de Alemania, y he mezclado la tinta con brea a través de un tratamiento con trementina férrica. El papel no aguantaría ese castigo que le doy a cada obra con esos materiales tan resistentes. Lo he hecho porque coleccionistas de mi obra en Santa Cruz me han dicho que allá, debido a la humedad del ambiente, las obras sobre papel, ya sea dibujo o acuarela, no se conservan bien. Con este material extraordinario la duración puede ser de doscientos años”.
Los animales han sido durante muchos años una obsesión en la temática de Edgar Arandia. Mi primer libro de poemas, Antología del asco (1979), lleva en la portada el dibujo de un rinoceronte con traje y corbata, una suerte de burócrata topador, que Edgar expuso entonces en la Galería Emusa, en el Prado, como parte de una serie que tituló “Zoociedad”. En la tapa del poemario el dibujo está sobrepuesto a una carta del Servicio de Inteligencia del Estado (SIE) de la dictadura de Banzer, citándome en el “Departamento de Estadística” de donde probablemente hubiera salido mal parado.
Un túnel del tiempo (han pasado más de cuatro décadas), trae el recuerdo de la muestra de 1979. Ahora son otros materiales, pero la misma expresión inconfundible de Edgar para dibujar los temas que le son caros: “Cuando yo era niño los llokallas de mi barrio, que eran mis mayores, me llevaron al matadero de Achachicala a tomar sangre de toro para ser, entre comillas ‘macho’. Cuando vi la manera como sacrificaban a los animales, me pareció horroroso. No me gustó en absoluto esa manera de sacrificar animales y desde esa época no como carne de res”.
Edgar cita de memoria a Borges para aludir a los artistas que a cierta edad suelen regresar a los viejos temas que los inquietaban en su juventud: “Por primera vez yo vi el wakathokori en Pillapi, el original. ¿Qué significa? Es la relación del ser humano que antropomorfiza al animal, lo vuelve ser humano, lo convierte a su compañero. Es una respuesta a la fiesta brava donde se humilla al toro. Para el indígena esa no es la manera de comportarse con los animales. Ellos consideran que la naturaleza es una totalidad, y los animales son sus crías, por eso le ponen nombre a cada uno, los adornan con flores o con monedas, los quieren”.
Una de las obras de la muestra, “Pase mortal”, es quizás la más explícita como reivindicación del toro frente al hombre: esta vez el animal ha plantado sus banderillas sobre el lomo de un ser humano arrodillado, pero la expresión del toro no es de triunfo, sino de lástima. Las otras obras son más sugerentes porque muestran toros portentosos y a la vez tiernos. Quizás la más emotiva es “Curar las cicatrices”, donde un toro que abraza a una mujer, ambos igualados en su desnudez y los cuernos.
La única obra sobre papel (gouache), destaca por su colorido en medio de la muestra de cerca de 20 obras que sólo usan tonalidades de marrón y negro: “El toro antropomorfizado celebra la vida, desfila precedido de dos mujeres lecheras, el torero que usa una peluca rubia y las hombreras de plata del siglo XVII, lleva en la mano una espada de madera, porque jugaban con el toro y el torero era solamente una figura decorativa. Ese ritual celebra la fecundidad y la fortaleza del animal”.
Las referencias que han inspirado a Arandia rescatan lo esencial de prácticas andinas que corren el riesgo de desaparecer en medio de un modelo de acumulación que minimiza la importancia de la tradición: “En la fiesta de la chakana, el 3 de mayo, dos hombres se ponen la yunta, se convierten en los hombres-toro y comienzan a arar en la fiesta del tinku. Representan la valentía y el poder fecundador del toro y del ser humano”.
La dignificación del toro es evidente en varias obras donde Edgar Arandia lo representa con alas, como un animal mitológico: “Toro alado”, “Torocóndor”, “Torogrifo” o “Más allá del mugido” son ejemplos de esos toros que a veces expresan dolor y otras, fortaleza.
Uno de los cuadros que más me sorprende y gusta es “Time for tea”, donde un toro aparece sentado muy sereno junto a una pequeña mesa redonda, tomando una taza de té como si no le importara la espada que tiene clavada en la espalda. Esa imagen estoica devuelve a mi memoria al joven Edgar Arandia que en 1979 fue baleado en la Pérez Velasco durante el golpe sangriento del coronel Natusch Busch y sus aliados políticos.