Armando Soriano Badani
Este 2 de septiembre, don Armando Soriano Badani, artista de grueso calibre, cumpliría un siglo de vida. Llegó heroicamente a los 96 años, pues seguramente se había sabido renovar como las águilas para emprender con fuerza la segunda parte de su vuelo. La última vez que lo vi todavía hablaba con una elocuencia fluida y estaba muy lúcido, pero tenía mancillado el corazón por la reciente muerte de su esposa, su compañera de siempre en esta lucha que se llama vida. Aquella vez fue a fines de 2019. Solíamos reunirnos esporádicamente en el solárium de su casa miraflorina para hablar sobre literatura, leer poemas de autores universales y, ya al final de la tarde, tomar el té. Además, recuerdo con mucha gratitud que en 2017 leyó mi primer libro de versos (Mocedades) y que luego escribió en La Razón una generosa reseña sobre mi novela Valentina y Natalia, que se había publicado en Madrid en 2018 y que luego se publicó en La Paz (Plural Editores).
Era un poeta nato, tanto, que incluso cuando hablaba parecía versificar. Alejado de las vanguardias literarias (especialmente poéticas), se mantenía como un dios olímpico, celoso del ritmo, la rima y la métrica en todas sus creaciones. No de otra forma se explican los innumerables sonetos que compuso a la manera de Luis de Góngora y Argote, o sus poemas de amor, inspirados quizá todos en su mujer y compuestos como por un Darío o un Hugo. La forma era inseparable del fondo: un verso terso, sin ripios. Alguna vez me dijo que para ser grande no se necesitaba ganar premios literarios, los cuales a veces se confieren a quienes crean solo para el instante, sino seguir creando en pro de un ideal artístico. Que él, por ejemplo, no había ganado ninguno. “Pero —le dije yo— eso no le impidió ser Armando Soriano Badani”.
No obstante, aquella vez de 2019 pudo no haber sido nuestro encuentro postrero. Resulta que, en febrero de 2020, justo en el umbral de la pesadilla del Covid, había acordado con su hija una visita a su padre, la cual programamos para el viernes 14 de tal mes (Día de los Enamorados). Por aquel tiempo yo salía con una joven a quien mis pláticas de literatura, arte y poesía parecían no interesarle un ardite, pero de quien me gustaba su cabello ondulado. Y este servidor, romántico, febril y tonto al mismo tiempo, decidió cancelar la velada artística con un titán de la literatura boliviana (además de carísimo amigo)…, la cual esta vez sí hubiera sido la última, pues el corazón de don Armando cesó de latir catorce días después, el 28 de febrero. Unos meses más tarde, mi relación con aquella chica de pelo ondulado y poco interés por la lectura, terminó, y sin pena ni gloria. Entonces los demonios de aquella mala hora en que mis impulsos pasionales le habían dicho sí a la chiquilla efímera y no a mi amigo sempiterno, me empezaron a acosar, inmisericordes.
Goethe creía que la muerte debía dar a los seres humanos, y sobre todo a los grandes, una oportunidad de vida en otro ámbito. Que la naturaleza no podía dejarnos en la no-existencia o la nada. Que no podía ser tan ingrata, tan mezquina como para no darnos una continuación en el universo. Años después, quise comparar mi inasistencia a aquella que hubiese sido mi última velada con Armando Soriano Badani con la omisión que hice al no despedirme de mi hermano antes de irme al colegio la mañana en que falleció. Es que aquel lunes en que Marcelo Vera de Rada entregó su alma al infinito no me despedí de él (los besos que le daba en la frente todas las mañanas eran casi rituales), y luego mi madre me dijo que quizás había sido así porque Dios no quiso que nos despidiéramos jamás. Que las almas que se quedan con nosotros para siempre no permiten que nos despidamos de ellas cuando todavía están encarnadas en los cuerpos con los que habitaron esta tierra. Quiero pensar que algo similar me ocurrió con ese gran poeta, ese sonetista eximio, que hoy hubiese soplado cien velitas.
Cuando lo llamaba para acordar una visita, me respondía con una voz dulce, como un abuelito tierno: “Hola, hijito… ¿Cuándo continuamos con nuestras tertulias?”. El último libro que publicó fue Retrato de tu existencia (Plural Editores), un compilado de delicados poemas dedicados a su esposa. Me acuerdo que fuimos a la presentación de la obra junto con mis padres; le llevamos un ramo de flores y al cabo del acto estampó lo siguiente en el ejemplar que adquirí: “Con distinguido afecto intelectual, para el poeta y escritor Ignacio Vera. La Paz, junio de 2018”.
La muerte de Etna lo afectó, pero a pesar de ello —o quizás por eso mismo— continuó pulsando la lira. Porque todo buen poeta ejerce su magisterio hasta el final, haya borrasca o claree el cielo. Una de las estrofas de endecasílabos de ese triste y bello libro dice: “No importa que tu voz esté callada/ ya que mi gran pasión sigue y persiste,/ tampoco importa que me digas nada/ porque el aroma de tu amor subsiste”.
Soriano publicó casi una treintena de obras, entre poesía, cuento, novela, antología y crítica literaria; para mí, ese historial bibliográfico lo pone entre los más grandes cultores de las letras bolivianas. Solo espero que este pequeño homenaje llegue, como un perfume, hasta el lugar del universo donde debe estar más vivo que nunca.