Russell y el oficio de dudar
Uno de los autores que durante los más recientes años de mi vida me hicieron comprender el valor de la duda es Bertand Russell, matemático y filósofo galardonado con el Nobel de Literatura en 1950 y, sobre todo, gran prosista que nos regala sus ideas irreverentes de manera diáfana: como una cascada impetuosa pero cristalina. Para mí, resulta un placer leerlo no sólo por la claridad de su prosa, sino también por la profundidad de sus juicios, la importancia de los temas que aborda y la lógica fría de sus inferencias.
Creo que Russell podría estar en el mismo grupo de Zweig o Rolland no sólo porque fue contemporáneo de ellos, sino también porque en muchos de sus textos predicó el evangelio de la paz y la lucha contra la guerra y los excesos del poder. Vivió una época difícil para el mundo y los intelectuales (en realidad, ¿cuándo no es difícil?): la de las guerras mundiales y el inicio de la Guerra Fría. Se enfrentó con la palabra no sólo a las religiones teístas (el cristianismo fue, para él, motivo de fijación y objeto de varias de sus saetas filosóficas), sino que peleó también contra las religiones políticas que ensalzaban ciegamente al estado, a la raza, al proletariado o a lo que fuera.
Hace unas semanas, terminé de leer un libro más de Bertrand Russell, “Ensayos impopulares”, publicado en 1950. Como expresa el mismo autor en las páginas del prefacio, los ensayos fueron escritos en los últimos quince años (desde 1935) y tres de ellos ya habían sido dados a la luz en alguna publicación anterior.
Los ensayos tienen el objeto común de combatir el dogmatismo y poner en tela de juicio aquellas verdades estandarizadas por el vulgo de derechas y de izquierdas y aun por algunos inteligentes intelectuales a quienes las lecturas, desgraciadamente, no los pudieron vacunar contra la irracionalidad y el instinto de violencia. Es que, como apunta el autor en uno de los textos, la humanidad siempre se dividió en bandos de fanáticos firmemente convencidos de que sus prejuicios sobre el mundo son la verdad indiscutible y que tuvieron como herejía o basura a la ideología del adversario.
Pienso que lo más importante que hace Russell, escéptico, lógico, es enseñar a dudar. A dudar de todo. No sólo de los dioses y la existencia de un alma. También de las ideologías, de lo que tenemos por bien y mal, de los ritos y la liturgia nacionalistas, de los políticos… Sin embargo, el escéptico filósofo también puede errar y presuponer un futuro que, en realidad, hasta el día de hoy nunca se consumó. En el ensayo “El futuro de la humanidad”, por ejemplo, dijo que, “a menos de que ocurra algo completamente imprevisible”, antes de que se terminara el siglo XX, se tendría que haber extinguido la vida humana, vuelto a la barbarie o unificado el mundo bajo un solo gobierno con monopolio sobre las armas atómicas. Ya estamos en 2023 y ninguna de esas tres predicciones se hizo realidad. Tampoco creo que haya sucedido algo “completamente imprevisible” como para justificar a Russell con aquella salvedad.
No obstante, en otros ensayos Russell es más certero, pues deduce la sobrepoblación del mundo y la gradual desaparición de trabajos debido a la mecanización de ciertas labores para las que hasta entonces se necesitaba de la mano de obra humana. Mente previsora y adelantada, también prevé, en aquellos años en que poquísimos hablaban de ello, la futura (ahora presente) escasez de agua dulce y la crisis de los ecosistemas. Hay que entender que el cambio climático no es un fenómeno muy nuevo como algunos creen, sino que se originó por lo menos hace 150 años, con la Revolución Industrial. Pero a mediados del siglo XX, los cambios en el clima y el trastorno de los ciclos pluviales eran todavía casi imperceptibles. Ergo, las personas comunes y corrientes no lo notaban y los políticos eran obtusos como para distinguirlo. (Hoy también lo son.)
“Esbozo del disparate intelectual” es un ensayo incisivo que da cuenta de cómo el ser humano, en apariencia racional, o al menos racional según las autoridades de la filosofía occidental como Aristóteles y Descartes, parece ser, en verdad, un desquiciado que, en el mejor de los casos, tiene ciertos periodos de lucidez en el decurso de la historia. Cita el caso de Benjamín Franklin, que inventó el pararrayos y fue acusado por el clero de impío, por supuestamente querer burlar la voluntad de Dios y hacer que los rayos no cayesen en donde debían caer. Luego pasa a exponer su dificultad para concebir un Dios que se complace en contemplar torturas o la omnipotencia de un Dios que, sin embargo, permite que se le desobedezca, razonamientos que a mí no me parecen válidos, pues los creyentes sabemos que el misterio espiritual excede a la economía del razonamiento humano.
“Las funciones de un maestro” es uno de los ensayos más bonitos y entrañables, pero no menos provocador que los anteriores, toda vez que hace una descripción de lo que debería constituir un buen maestro, quien debería ser mucho más que un divulgador de ideas: un mentor, un guía. Denuncia los atropellos que someten la labor educativa y el encorsetamiento a los que son sometidos sus ejecutores, debido al dogmatismo de los regímenes que quieren que, en vez de educadores, sean propagandistas. Atribuye al maestro el oficio de “guardián de la civilización” y, haciendo una comparación con la cantidad de horas de un predicador de iglesia, reclama que no se le cargue mucho trabajo, pues sus horas libres debería pasarlas contemplando el mundo y leyendo.
Ya en uno de sus últimos ensayos, “Ideas que han ayudado a la humanidad”, Russell se cuestiona qué es lo que deberíamos concebir como progreso: ¿el incremento de la población mundial?, ¿el consumismo cada vez mayor?, ¿el nivel de felicidad del ser humano?
En otra parte se plantea la pequeñez de Homo sapiens en la vastedad del universo, esto con el fin de que sea un poco más humilde o no tan vanidoso como para creerse el centro de todo, y, por tanto, comience a pensar la vida con más prudencia. En suma, pese a que en ciertas ocasiones su autor se atreva a dibujar escenarios futuros que, ahora lo vemos, no se cumplieron, los ensayos reunidos en este libro llevan más a la duda que a la certeza. Y por ello son valiosos.