Joyas en un túnel y en un arcón
Cuando voy a Buenos Aires, me aparto de la agenda unos tres o cuatro días completos sólo para ver libros. Antes que las librerías de libros nuevos, prefiero los puestos de libritos usados, esos pequeños amigos olvidados que ahora viven a la espera de un nuevo lector que los hojee, los compre, los lea y finalmente los coloque en sus estanterías, con un destino más o menos incierto. Existe desde hace un par de décadas, entre los varios cafés y restaurantes que ponen sus mesas en la vereda, una librería en la Avenida de Mayo que para mí es como un pequeño paraíso: El Túnel. Apenas al bajar los escalones que conducen a ese anticuario libresco semisubterráneo, ya se puede oler a vainilla, esa fragancia que despide el papel rancio, oxidado y que ya pasó ante los ojos de algún(os) lector(es) de hace lustros o incluso largas décadas. Quien los vende es un señor de anteojos circulares que sabe en qué lugar está cada volumen y tiene en la mente cientos o acaso miles de títulos y autores…
Evoca a Mendel el de los libros, el personaje de la novela homónima de Stefan Zweig… Cuando ingresé en El Túnel, el librero me reconoció y, dado que ya sabe algo de mis preferencias literarias, me apartó algunos títulos que pensó me podrían interesar, lo cual me hizo sentir en casa.
En mi última estancia en la París de América visité dos días aquel túnel misterioso en el que se pueden hallar pequeñas joyas escondidas. Y efectivamente hallé unas cuantas: la Historia de la Revolución francesa de Thomas Carlyle, las Máximas de La Rochefoucauld, los ensayos de Benedetto Croce sobre la poesía de Goethe y el Atala de Chateaubriand, todos en ediciones viejas de hace por lo menos un siglo. Luego de una de esas jornadas de cacería bibliófila, me fui con mi bolsita de reliquias de papel a un café cercano, el London City, aquel mismo en el que Cortázar escribiera varias páginas de una de sus novelas sentado en un rincón, impávido ante el ruido de los comensales. Y ahí comencé a ojear los nuevos portales mágicos que había acabado de conseguir; afuera una leve garúa mojaba la calle.
No obstante, en esta última estadía en la Argentina conocí otro pequeño oasis que seguramente no dejaré de frecuentar en mis siguientes estadías allá: Nuestro Arcón, una librería de obras de autores independientes y también de libros usados, pero cuidadosamente seleccionados. Alejada del ajetreo, el estrés y el ruido del centro citadino, más bien situada en el ambiente bohemio, relajado y refinado del barrio de Palermo, Nuestro Arcón se reinauguró el 21 de octubre haciendo un micrófono abierto para la lectura de fragmentos de obras de poetas y cuentistas independientes y un vino de honor al cabo de la velada literaria. Yo fui invitado por mi amigo el escritor porteño Diego Peralta Bahl, quien presentó por aquellos días su último libro de viajes,
Trashumantes. Casi al final del acto de reapertura de Nuestro Arcón, me atreví a leer en voz alta algunos fragmentos de La novela del dictador, mi último libro de narrativa (Editorial Subtterránea) y luego fuimos con los dueños del negocio y algunos otros escritores a comer una pizza. Pero yo no estaba con las manos vacías, pues de Nuestro Arcón había conseguido libros de los escritores Milo Russo y Lala Zanotti; y, de Mario Vargas Llosa, El pez en el agua (en su primera edición), Contra viento y marea y La orgía perpetua, en ejemplares tan bien preservados que parecían flamantes. Pero quizás lo más hermoso de la jornada fue el regalo que me hicieron Ale y Fer, fundadores de Nuestro Arcón… Es que yo había tomado del estante La pasión creadora de Stefan Zweig, uno de mis autores preferidos de toda la vida y lo había estado hojeando esporádicamente. Cuando todos nos despedimos y Diego se aprestaba a llevarme a mi apartamento, Ale me dijo que me llevara sin pagar el libro de Zweig, que lo merecía, y para mí aquel regalo fue de los más lindos que me haya prodigado un librero.
Para mí, el principal atractivo de aquella ciudad, la de anchas avenidas y cientos de edificios de arquitectura francesa, son los libros y el teatro, incluso más que el fútbol o el tango. Pues nada como salir una tarde a la caza de libros, visitando la librería que primero se presente en el camino y luego, como para cerrar bien el día, ingresar en alguna confitería para, al sabor de un café humeante y un par de medialunas, comenzar no sólo a leer los primeros párrafos de las presas cazadas, sino palpar y ver sus lomos, tocar la textura del papel, oler la fragancia de vainilla que despide… Porque el amante del libro viejo no sólo consigue libros para leerlos y descubrir su mensaje intelectual o espiritual, sino además para tenerlos en las repisas, para preservarlos de la destrucción y para verlos y admirarlos como objetos de veneración. Desconoce, sin embargo, qué pasará con sus joyas reunidas durante toda la vida cuando él desaparezca de la tierra.
Al final de La pasión creadora, Zweig, en el ensayo titulado “Agradecimiento a los libros”, hace una glorificación a aquel objeto hecho de papel y tinta, probablemente el más maravilloso de la historia humana, afirmando que nos puede llevar “de la nada hasta la eternidad”. Es que el mundo, en todo lo de bueno que tiene hoy, no sería como es de no haber inventado el ser humano aquella joya.
El hobbit
No muy lejos estaba su isla, de la que Bilbo nada sabía; y allí, en un escondrijo, guardaba algunas sobras miserables y una cosa muy hermosa, muy maravillosa. Tenía un anillo, un anillo de oro, un anillo precioso.
¡Mi regalo de cumpleaños! –murmuraba, como había hecho a menudo en los oscuros días interminables-. Eso es lo que ahora queremoss, sí, ¡lo queremoss!
Lo quería porque era un anillo de poder, y si os lo poníais en el dedo, erais invisibles. Sólo a la plena luz del sol podrían veros, y sólo por la sombra, temblorosa y tenue.
¡Mi regalo de cumpleaños!
¡Llegó a mí el día de mi cumpleaños, preciosso mío! –Así monologaba Gollum. Pero nadie sabe cómo Gollum había conseguido aquel regalo, hacía siglos, en los viejos días, cuando tales anillos abundaban en el mundo.
Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a todos podía decirlo. Al principio Gollum solía llevarlo puesto hasta que le cansó, y desde entonces lo guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le lastimó la piel, y desde entonces lo tuvo escondido en una roca de la isla, y siempre volvía a mirarlo. Y aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar lejos de él ni un momento más, o cuando estaba muy, muy hambriento, y harto de pescado. Entonces se arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos extraviados. Se aventuraba incluso en sitios donde había antorchas encendidas que lo hacían parpadear y le irritaban los ojos.