Medinaceli: el dolor de ser boliviano
Terminé de leer Atrevámonos a ser bolivianos: Vida y epistolario de Carlos Medinaceli (Biblioteca Popular Boliviana de Última Hora, 1979), de Mariano Baptista Gumucio. Leí a Medinaceli en La Salle, cuando la profe Nigma nos dio La Chaskañawi, pero ciertamente es otra cosa leer el epistolario o el diario íntimo de un escritor, donde, a diferencia de sus obras para el público, el creador derrama sus obsesiones, su amargura, sus sueños. Y en efecto: las cartas medinacelianas compiladas por el Mago tienen un tenor entre irónico y triste, porque el dolor a veces adopta la máscara del sarcasmo o la burla para esconderse y así no provocar lástima o perplejidad.
La primera parte del libro es una selección de juicios de otros autores sobre Medinaceli y de fragmentos de artículos suyos, que dan cuenta de ciertas facetas de la vida del protagonista de la obra, de lo que fue Gesta Bárbara y del ambiente cultural y político de Bolivia. En uno de esos artículos, Medinaceli promete dedicar su vida a la crítica literaria de autores y libros bolivianos solamente, ya que consideraba que un país tan conflictivo como Bolivia necesitaba (merecía) al menos una persona dedicada exclusivamente a la crítica de las letras nacionales. Con todo, no fue un nacionalista obtuso o fanático, ya que en varias epístolas se ve a un escritor desencantado con su país y crítico con sus dirigentes y su sociedad atrofiada en las costumbres pueblerinas y, diríamos, antidemocráticas. Medinaceli asumió la bolivianidad como una fatalidad, como una imposición del destino, y como tal, pensó que no había otra salida que aceptarla y abrazarla; propuso entonces trabajar por hallar un espíritu nacional, instando a sus lectores a atreverse a ser bolivianos, auténticamente bolivianos.
El autor de La educación del gusto estético, desencantado con la forma en que se educaba en las escuelas y universidades bolivianas (dejó Derecho por hastío), se dedicó con tesón a la crítica literaria, la creación y la lectura. Fue acaso el “bárbaro” más activo del grupo Gesta, pero también uno de los que más temprano dejaron de existir. Pronto esos fantasmas que suelen acechar a los creadores y artistas (hastío, soledad, adicción, tedio, crisis existencial) se fueron apoderando del espíritu del escritor sucrense que siempre se sintió más potosino que sucrense. En el epistolario reunido por el Mago, hay misivas que destilan aquel dolor particularmente siniestro que sólo los artistas pueden entender: Medinaceli se queja de su pobreza económica, de su soledad, de su dipsomanía, entre otras cosas, pero nunca deja de añadir en sus escritos por lo menos una pizca de humor o sarcasmo.
En una de las misivas dirigidas a Jaime Mendoza, Medinaceli advierte sobre la necesidad de valorizar a los escritores representativos bolivianos: “Sobre Arguedas, por ejemplo, mientras Europa ha opinado, Bolivia nada ha dicho, sino inepcias. Y no ya Europa, sino los países vecinos, Chile, Argentina o Perú, ¿acaso no están autorizados a juzgarnos como una nación de incapaces mentales, si no hay n un estudio monográfico serio sobre el más conocido de nuestros escritores?”. En otra misiva también dirigida al autor de El macizo andino, lamenta que los lectores bolivianos no compren libros nacionales: “Además, en Bolivia, hay el prejuicio contra el escritor nacional: un individuo que paga 10 o 15 Bs, por un novelón de Blasco Ibáñez, difícilmente afloja 2 pesos si se trata de un escritor nacional”. Ésta es una crítica interesante, toda vez que quien escribe estas líneas puede comprobar, en su propia vida, que es cierta… En otra carta, Medinaceli advierte sobre el riesgo que constituye escribir drama y versos, pues “esas cosas el autor debe regalar, cuando no se llama Ibsen o Rubén Darío”.
Otras misivas son menos importantes y, a decir verdad, algo aburridas, pues o no dicen nada trascendental o son muy redundantes en torno a los mismos asuntos. Con todo, leer el epistolario de Medinaceli resulta un ejercicio estremecedor y pedagógico a la vez, pues la bolivianidad —esa identidad confundida y hasta trágica hasta el día de hoy— se destaca en casi todo su contenido psicológico como lo que al parecer siempre —desde 1825— fue: desencuentro identitario, crisis existencial, soledad. Hay que comprender a los escritores —y a todos— en función del tiempo y las circunstancias que les tocaron vivir, y en este sentido, la exhortación de este solitario y atormentado escritor sucrense a atreverse a ser bolivianos, resulta algo coherente. El dolor de ser boliviano, el torbellino de frustraciones que se agitan en la identidad boliviana media, así parecen requerirlo; al menos esa es la necesidad que vemos en el espíritu de Carlos Medinaceli.