Caín, la novela del Antiguo Testamento
Desde que lo leí por primera vez, hace como diez años, José Saramago me pareció un gran narrador y un prosista elegante, digno merecedor del sitial que ocupa en las letras universales. Acabo de leer Caín, su última obra publicada en vida, y esta lectura me permitió corroborar aquel juicio.
Era uno de esos libros que, empolvándose, destiñéndose su lomo por obra del sol y con un estoicismo legendario, esperan durante años en el estante para que algún lector se decida a acercarse a ellos y tomarlos para leerlos de principio a fin. Era una edición Alfaguara impresa en 2010, flexible, con letra grande, bien encuadernada, con una atractiva cubierta amarilla diseñada por Rui Garrido y cuyas páginas aún conservaban algo del olor que tiene la tinta recién impresa en el papel.
La novela, que comienza con una referencia a la mudez de adán y eva que irrita al señor (las minúsculas en los nombres propios son propias del mismo autor), continúa lo que podría llamarse una saga bíblica, que comenzara con El Evangelio según Jesucristo, publicado el año 1991, y cuya lectura había hecho en 2015. Caín, provocadora como El Evangelio según Jesucristo, plantea una historia crítica y satírica que podría resultar fuera de tono o incluso ofensiva para pechoños, no ya solamente cristianos, sino también musulmanes o judíos, pues, a diferencia de El Evangelio, que se centra en la vida del Mesías, Caín fabula una historia ambientada en los contextos que plantean los libros del Antiguo Testamento, en los que, cuando se trata de fanáticos, creen a pie juntillas no solo los seguidores de Jesús, sino también los devotos de Mahoma y Moisés. Pero ¿quién dijo que la literatura está para complacer o refrendar prejuicios? Los entendidos en letras saben que más bien está para provocar, para llevar a la reflexión o sencillamente para que los amantes del arte habiten mundos diferentes de los ya conocidos por todos. Y, como no podía haber sido de otra forma, la novela incomodó: muchos cristianos que la leyeron, según contó luego Saramago, se sintieron heridos por la incisiva y por demás peculiar historia de su caín.
Cuando dios, el señor, se da cuenta de que caín mató a su hermano abel, condena al asesino a un andar vagabundo, solitario y doloroso por el mundo, pero el asesino, que en realidad no posee un corazón tan malo como se podría creer, se da cuenta de que en su humilde jumento que lo acompaña tiene una máquina del tiempo que lo puede llevar a lugares desconocidos y a tiempos aún no llegados. Y así logra conocer las diferentes personajes y ciudades del Antiguo Testamento; conoce, por ejemplo, a abraham, noé y job, con quienes sostiene largas y profundas conversaciones en las que logra conocer no solo su vida y milagros, sino además las maneras implacables e injustas en que el señor, soberano del universo, puede actuar cuando así lo decide.
Saramago hace una crítica a partir de una narración fabulesca, crítica que, considero yo, no recae tanto en la existencia de Dios como tal, sino sobre todo en la crueldad del dios del Antiguo Testamento, en la predestinación y en los prejuicios humanos. ¿Acaso es ese caín una especie de ser humano moderno que todo el tiempo se plantea dudas y cuestiona la intervención de Dios en el mundo? ¿No vemos en ese caín saramaguiano un representante nuestro cuando interpelamos aquellas decisiones que, por muy divinas que nos puedan parecer, son también, y al mismo tiempo, muy dolorosas e injustas? ¿Acaso ese caín, marcado por dios en la frente con una señal negra que la llevará toda la vida, no se parece al ser humano de hoy en día, tan interconectado con sus hermanos, pero, al mismo tiempo, tan errante y solitario, tan perdido en su propio entendimiento y tan orgulloso a la vez? Maravillosos mensajes subliminales y buenas alegorías son los que presenta Saramago a lo largo de la narración; no hay lugares comunes, pues la elegancia de la prosa, siempre irónica, y la imaginación desbordante en los diálogos y situaciones, hacen de la historia del Caín bíblico, ya archiconocida por todos, una nueva historia: la de un hijo de dios, pero un hijo resentido, perdido, curioso, bueno en el fondo de su corazón, lujurioso, trabajador, cuestionador, pero, con todo, podría decirse que también temeroso de los designios divinos. ¿No es acaso todo eso lo que somos nosotros?
Como no es raro que ocurra en la literatura, en Caín se “rellena” un hueco, un vacío, una insuficiencia no cubierta por la historia real u oficial: la historia de Caín, que en los relatos del Génesis es pobre o muy breve, se compensa con la novela de Saramago. Alguna vez este dijo que el Caín bíblico no tenía mucha vida, y entonces es aquí donde la novela, la literatura vienen al rescate, para salvar o prolongar esas historias que parecen reclamar más vida o más detalles. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Saramago, pese a haber estado empapado de los valores cristianos, era ateo y que fue desde ese ateísmo que escribió esta novela y toda su literatura. Pensaba que Caín, Abel y todos los personajes bíblicos eran fruto de la imaginación humana, pero tal vez pensó que de todas formas eran alegorías potentes porque retrataban las emociones e impulsos de todos nosotros.
Los personajes de la novela presentan siempre reacciones o acciones irreverentes, herejes o blasfemas, y ello otorga riqueza literaria a la historia. Por ejemplo, y como en El Evangelio según Jesucristo, Caín posee una reflexión sobre el sexo y el deseo, que se manifiesta a través de personajes como el propio caín o lilith, mujer poderosa de la antigua Mesopotamia, donde el asesino de abel llega en su jumento y trabaja por un tiempo breve. Con ella caín se acuesta, ama brevemente y satisface sus deseos carnales, pero al final decide seguir su camino montado en su pollino.
No coincido ni con el ateísmo ni con gran parte de las posiciones políticas de Saramago, pero me parece que como fabulador y narrador es brillante (reacciones parecidas me produce García Márquez); no reconocerlo sería necio. Las grandes novelas se disfrutan porque son buenas historias, y son buenas historias pese a —o más allá de— las ideas políticas de sus autores, quienes pueden ser parte de iglesias, partidos o ideologías con las que no estamos de acuerdo. En realidad, eso es el buen arte: una creación que supera al mismo autor y cuya belleza está más allá de nuestros prejuicios y convicciones políticas, muchas veces irracionales o sin fundamento científico. Pienso que Caín es precisamente una creación de este tipo.