1996, la masacre navideña que bordeó un colapso sin precedentes

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Publicado el 26/12/2022 a las 8h08
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Al parecer, en el entorno del dos veces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada había cierta fijación por consumar una masacre. Más de una voz recordó cómo, por ejemplo, en octubre de 2003, el Ministro de Defensa, Carlos Sánchez Berzaín, aseguró: “Van a tener que morir 2.000 o 3.000 para solucionar esto”. Casi siete años antes, aquel estilo de “solución” estuvo muy cerca de consumarse en Norte Potosí, en la mina de Amayapampa y varias poblaciones del entorno. Esa vez, probablemente la masacre se habría saldado con cientos de muertos y no con los 14 que marcaron la tragedia. 

Cientos de mineros y campesinos habían tomado las instalaciones de las minas de Capasirca y Amayapampa. Rechazaban la privatización de aquellos yacimientos y el régimen laboral que había impuesto el consorcio norteamericano beneficiario Vista Gold Corporation

(VGC). Entonces, se precipitó una dura represión policial.  

“Seguramente, al Presidente le llevaron la versión de que había guerrilleros en la zona —dice el destacado exalcalde y parlamentario Juan del Granado—. Por eso, se produjo una movilización, primero policial y luego militar que ya se organizaba para tomar, incluso, Llallagua. Estuvimos muy cerca de que se produzca una confrontación generalizada con muchas más muertes de las que hubo”. 

Una extraña dupla 

Los voceros gubernamentales armaron esa vez una singular alianza subversiva a la hora de describir al enemigo que las fuerzas del orden enfrentaban. Aseguraron que operaban en la zona elementos del guevarista Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), del Perú, y grupos trotskistas del Partido Obrero Revolucionario (POR). Así lo informó, por ejemplo, Marcos Tufiño Banzer, el entonces secretario de Régimen Interior y Policía. Otras autoridades y medios de prensa informaron sobre la ejecución de “planes subversivos” y la existencia de “coordinadoras revolucionarias” de ambas organizaciones.  

El MRTA tenía marcada fama en aquella época debido a la espectacular toma, en esos días, de la Embajada de Japón en Lima. Por su parte, el POR tenía infaltablemente militantes en los sindicatos mineros bolivianos desde la década del 50. El detalle particular radicaba en que trotskistas y guevaristas guardan, desde siempre, ideologías marcadamente opuestas y, consecuentemente, virulentos encontrones. Es más, las autoridades no pudieron, siquiera, identificar a un militante del MRTA.     

La tragedia de Amayapampa y Capasirca, denominada como “la Masacre de Navidad”, empezó a gestarse en mayo cuando sus propietarios las vendieron a VSG. Una muy estable relación laboral de décadas se vio alterada con la llegada del consorcio. Probablemente a estadounidenses y canadienses les faltaron sociólogos y antropólogos que les asesoren. O quizás se vieron muy confiados en tener todo a favor para imponer su voluntad sobre mineros y campesinos. O, tal vez, ambas cosas. 

Una relación estable

El sociólogo investigador Lorgio Orellana Ayllón, en su texto “Masacre de Navidad, un análisis”, explica aquella etapa en que se incubó la tragedia. Orellana describe cómo los mineros de Capasirca y Amayapampa provenían, en su gran mayoría, de las etnias juk’umani y layme. Es decir, eran campesinos que alternaban la explotación minera con sus ancestrales prácticas agrarias. Campesinos cuya economía casi prescindía del dinero y se basaba en prácticas cooperativas como el ayni y la minka, así como en la propiedad comunitaria.        

“Un capitalista que ha trajinado décadas por Norte Potosí conoce los peligros que implica el contrato de esa fuerza de trabajo —explica Lorgio Orellana—. Si la entiende, sabe que no está tratando con obreros de overol y zapatos. Durante 80 años Capasirca fue de los Yaksic. Para explotar la mina, los eslavos tuvieron que aprender el ‘lenguaje’ de los mineros nortepotosinos, conocer su ‘lógica’ de trabajo. Mientras tuvieron Capasirca, nunca pagaron salarios. Permitían a los trabajadores quedarse con una parte residual de la producción, a cambio de una labor pacífica”.

De esta manera, los anteriores propietarios de estos yacimientos (a quienes luego se sumaron los Garáfulic) reprodujeron hábilmente la estructura simbólica de la “reciprocidad andina”. Un sistema que existente en el sistema laboral de la minka, practicada por juk’umanis y laymes. La retribución típica de trabajo tomaba la forma de producto que se ha obtenido con la contribución del trabajador. A cambio del trabajo “contribuido” a los empresarios, los obreros eran “retribuidos” con mineral. En suma, los Yaksic se adaptaron al milenario sistema norte potosino.  

Es más, la relación entre propietarios capitalistas y mineros de aquellas etnias abarcó otros acuerdos implícitos. “Las mediaciones simbólicas entre empresarios y mineros trascendían el

socavón, extendiéndose al territorio —añade Orellana—. Se permitía que los campesinos e

indígenas del lugar pastorearan sus ganados y realizarán cultivos en el territorio de las concesiones mineras. Sin percatarse de ello, los empresarios respetaban el espacio dentro del cual se reproducían ancestrales creencias”.

Un cambio fatal

Pero el 15 de marzo de 1996, los Yaksic y los Garafulic, propietarios de Amayapampa, vendieron sus yacimientos a Da Capo Resources Ltd., de Canadá. En julio, Da Capo se uniría a Granges de Estados Unidos, formando la VGC. Por Capasirca se pagó 8 millones de dólares y por Amayapampa 2 millones. Según la revista Nueva Economía, en su número 1156 de aquel año, la operación implicaba un valor mercantil de 150 millones de dólares, en las bolsas estadounidenses. La llegada y, sobre todo, la conducta de los nuevos propietarios generó una continua beligerancia entre las partes.

La forma de explotación iba a cambiar y con ello se alteraría todo. Tal cual declararon al diario Presencia los voceros de la empresa cuando se consumó la tragedia, cambió “el sistema de trabajo de Capasirca, ya que no era formal ni adecuado a las disposiciones vigentes y, obviamente, ya no había posibilidad de compartir la producción”. 

En términos legales el cambio de propietario y de razón social significaba, además, para los mineros la liquidación y pérdida de años de trabajo, y otros beneficios. Entre mayo y agosto, las tensiones y negociaciones se alternaron. Incluso, se firmaron tres compromisos de la empresa, a cumplirse en el plazo de tres meses, homologados por el Ministerio de Trabajo. Allí, VGC se comprometía a garantizar los beneficios sociales y la antigüedad de los trabajadores, mejorar la tecnología y las condiciones de trabajo. También garantizó la estabilidad laboral, el cumplimiento de aportes a la seguridad social y beneficios, como pulpería, materiales de trabajo, herramientas e implementos de seguridad industrial.

El detonante 

Pero no sólo aquellos compromisos fueron incumplidos, sino que, además, los diversos e implícitos pactos de reciprocidad vigentes durante décadas empezaron a ser despreciados por la empresa. Instructivos y órdenes frías quebraron desde las concesiones de parcelas para los trabajos agrícolas. Luego, en medio de las crecientes tensiones, la empresa anunció que cerraría Capasirca para proceder a un proceso de “completa modernización”.  

Entre fines de noviembre y mediados de diciembre, en Amayapampa, las tensiones también se acentuaron bajo similares características. La empresa adelantó sanciones y amenazas legales contra los dirigentes de los mineros. Luego, llegó al extremo de prohibir la práctica del aqulliqu de coca al que procedían los mineros antes de ingresar a su labor. Por último, procedió a arrestos de mineros acusados de robo u otras acciones para lo que llevó un contingente policial a la mina. Lo propio pasó en Capasirca cuando, bajo el apoyo de la Prefectura de Oruro, VGC trajo 150 efectivos policiales para que desalojen las zonas de pastoreo y producción agrícola. Pero, además, la orden se amplió a la toma de la mina. 

Confrontación

En su libro Masacre de Navidad el entonces activista, testigo de los hechos y luego ministro de Trabajo, Gonzalo Trigoso relata: “El 14 de noviembre al amanecer, tropas policiales fueron enviadas desde la ciudad de Oruro por orden de la prefecta Mirtha Quevedo, habiendo tomado el campamento de Chuquiuta, pero no pudieron tomar Capasirca, ya que los trabajadores mineros reaccionaron desarmando a los 150 policías, incautando 150 fusiles FAL del Ejército”. Tres semanas más tarde, y en medio de agitadas asambleas, los mineros de Amayapampa hicieron lo propio y tomaron la mina desalojando a 17 policías y 5 técnicos de la empresa.   

Los ayllus de la región también se movilizaron ante el avasallamiento de sus tierras por parte de la empresa. El 19 de noviembre, Presencia relataba: “Con sus pututus al viento y en estado de apronte, los juk’umanis vigilan la mina de Capasirca ante cualquier nueva intervención policial, como ya ocurriera en pasados días. (…) Al lado de los juk’umanis están los chayartacas y laymes, ayllus aguerridos, quienes han resuelto intervenir las minas auríferas de la provincia Bustillo, evitar la contaminación provocada por los empresarios mineros y en lo posible explotar por cuenta propia estas riquezas de las que jamás se beneficiaron”.

El 19 de diciembre, un cabildo abierto de trabajadores y campesinos, con autoridades de la región, realizado en Amayapampa, lanzó una lista de desafiantes resoluciones: “Rechazar el ingreso de inversionistas extranjeros, defender los recursos naturales y las fuentes de trabajo, repudio al nuevo proyecto de Código de Minería favorable a las grandes empresas mineras, constituir una comisión de vigilancia para preservar los bienes de la Empresa hasta la solución del conflicto, ratificar el pacto minero-campesino y lucha unitaria en favor del norte de Potosí, exigir el repliegue de las fuerzas policiales movilizadas a la región”. 

La masacre

Días antes, los reclamos y gestiones de la empresa habían llegado al más alto nivel. La respuesta consistió en una movilización armada propia de conflictos internacionales. Aquella misma jornada ingresó a la zona una fuerza de mil efectivos de diversas unidades de élite policial. Estaban presentes el  Grupo Especial de Seguridad (GES), la Unidad Polivalente Antimotines y fracciones de la policía antinarcóticos (Umopar). Las encabezaba el general Willy Arriaza, comandante nacional de la Policía. 

 A ellos se sumaron dos mil efectivos militares de cuatro unidades del Ejército: los regimientos Illimani de Uncía, Ranger de Challapata, Braun de Oruro y Pérez de Potosí, encabezadas por el Jefe de Estado Mayor del Ejército, general David Saavedra. También habrían de tomar parte luego algunos aviones de la Fuerza Aérea que realizarían decenas de sobre vuelos. El operativo iba a iniciarse aquel día. El entonces representante de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia (APDHB), Waldo Albarracín, recuerda que la decisión era evidente. 

“La APDHB trató de evitar aquella violencia —relata Albarracín—. Pedimos que nos den un tiempo para ayudar a que se encuentre una solución consensuada. Nos dieron apenas media hora. Pero a los 25 minutos ya estaban metiendo bala”. 

Las cosas se complicaron, el operativo preveía la toma de Amayapampa aquel jueves 19. Pero, pese a la muerte de tres mineros y varios heridos, no pudo consumarse. Al día siguiente una bala de los viejos fusiles “Mauser” (Brno) se cobró la vida del coronel de policía Eduardo Rivas Rojas, comandante del GES. Se multiplicaba la movilización de campesinos y mineros por toda la zona y los sindicatos convocaban a sus pares de otras regiones a apoyarles. Más y más unidades policiales y luego militares que habían llegado a la zona ingresaban en acción. 

Se impuso la censura de prensa y los operativos se orientaban paulatinamente no sólo a las dos minas, sino además a la cercana ciudad minera de Llallagua. Hasta el sábado 21 ya se habían producido 10 muertes, nueve de ellas de civiles, y 40 heridos, tres de ellos policías. La comisión de DDHH de Diputados había llegado dos días antes a la región y realizaba desesperados intentos por frenar la confrontación. 

“Me acompañaron los diputados Daniel Santalla, Francisco Checa, Albarracín y Luis Eduardo Siles —recuerda Del Granado—. También tuvieron una actuación muy importante el padre Roberto Durete de radio Pìo XII y el ejecutivo de la Central Obrera Boliviana (COB) Edgar Ramírez. Llegaron al lugar Franklin Anaya, el Ministro de Gobierno; Alfonso Kreidler, Ministro de Defensa, y Yerko Kukoc, prefecto de Potosí”.      

Juan Del Granado señala que en ese momento la situación tendía a convertirse en una confrontación generalizada que habría cobrado ribetes sin precedentes. “La Policía había tomado Amayapampa, pero la intervención policial no fue suficiente —describe—. Sin embargo, muchos mineros se habían concentrado en Capasirca para la que se preparaba ya la toma militar. Pero, además, en Llallagua se estaba organizando la resistencia minera. Entonces, se desplazaron regimientos militares hacia esa población con los que me encontré a mi llegada y a quienes hablé para disuadirlos”.  

Trigoso coincide con Del Granado, pero desde el otro frente. En su libro relata cómo en Llallagua la dirigencia sindical había llamado a los pobladores a cavar trincheras, levantar barricadas y resistir la embestida militar. Fue en esos momentos del 22 de diciembre que a horas de la confrontación generalizada la mediación se impuso.

“Tuvo un rol muy importante el entonces canciller Antonio Araníbar —relata Del Granado—. Le llamé como 20 veces para explicarle la situación. Hablé una vez con el propio presidente Sánchez de Lozada. Y Antonio logró finalmente disuadir en el Gobierno a quienes estaban decididos a que se lance la operación militar. Lastimosamente hubo 10 muertos a los que se sumaron luego otros cuatro como consecuencia de las heridas. Pero pudo haber habido muchos más”. 

 Quienes en el entorno de Sánchez de Lozada eran afectos a las masacres como solución debieron esperar casi siete años para, probablemente, comprender su error. En octubre de 2003, la matanza de 67 personas le costó su segunda presidencia. Sin embargo, una particularidad que marca a la Masacre de Navidad es que ninguna autoridad fue procesada por aquellos hechos. “Lamentablemente, más allá de la ideología de cualquier gobierno queda comprobado que las muertes de la gente del pueblo siempre quedan en la impunidad —concluye Albarracín—. Más bien, los jueces, como en todo tiempo, y como hoy, subordinados al poder político, terminaron sancionando a dirigentes”.    

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