Un país no puede cambiar
Puede sonar drástico el título de este escrito, pero lamento decir que es la verdad. Un país no puede cambiar, los países no cambian y comprendo que eso se lea algo tonto, decepcionante y pesimista; tal vez hasta irreal, con todo y eso lo afirmo.
Lo afirmo porque los países son áreas geográficas que tienen un gobierno, leyes y fuerzas de seguridad propias; sin embargo, no fueran países si no tienen una comunidad social, es decir, población.
Quienes habitan el área geográfica son las personas. Quienes gobiernan o son gobernados son las personas, quienes emiten las leyes y quienes acatan o contradicen las mismas son las personas y de igual manera, las fuerzas de seguridad están conformadas por personas.
Bajo esa lógica, un país no puede cambiar si no cambian las personas. Por eso enfatizo tanto mi trabajo dirigido a ellas, sin importar la edad que tengan, los roles que cumplan o los sueños que anhelan.
No podemos sentarnos a esperar que las cosas cambien, nosotros debemos ser los motores de ese cambio. Tengo esperanza de un mejor país, por supuesto que sí, pero también tengo algo de enojo al ver como son las cosas y otro tanto de valentía para no permitir que continúen así (parafrasee esto de Agustín de Hipona).
Tengo enojo cuando las personas no cumplen su palabra, se llenan la boca hablando en prensa de productividad cuando no tienen noción de lo que es siquiera la puntualidad. Tengo enojo cuando los papás exigen que los hijos no mientan y ellos mienten a sus jefes, cuando los sistemas no funcionan porque las personas los entorpecen, cuando veo el incremento en la desintegración de las familias, cuando noto la naturalización de la violencia y la corrupción como algo normal, tengo enojo al ver como los problemas mentales aumentan desde la confusión en los niños por acatar las reglas de la casa, los jóvenes desconcertados en sus propósitos de vida, los adultos asustados por un presente que se les va y un futuro intimidante…en fin, tengo enojo porque no todos ven lo que debemos ver.
También reconozco que tengo valentía para hablar de esto y públicamente asumir la responsabilidad de ser yo el cambio, de reconocer que el cambio empieza en mí y que mi país cambiará, si cambio yo.
Ahora bien, a pesar del enojo y la valentía que expresé, también tengo esperanza, me refugio en ella y no me avergüenza hacerlo. No espero que algo fortuito suceda en algún lugar ni tampoco algo casual pase en el gobierno, en el sistema de salud, en la educación o en los medios de comunicación, mas al contrario, tengo esperanza en que quien lea esto entienda que el cambio empieza en él. Si queremos un mejor país, empecemos siendo mejores nosotros. Los países no cambian, cambian las personas y este cambio empieza en la mente, en la forma de pensar (el apóstol Pablo nos habló de esto).
Espero un cambio en la forma de pensar en las personas que están en función de gobierno, en las que trabajan en el sistema de salud, en las que educan y por supuesto también en las que informan.
Aunque también espero un cambio en las amas de casa – a mucha honra yo una de ellas – que se den cuenta que desde la cocina se puede legislar la moralidad, en los profesionales independientes que sean honestos, en los choferes de transporte público que sean cordiales, que las caseritas vendan con el peso justo…en fin, cada uno desde donde está haciendo lo correcto. ¿Quién no sueña con un mejor país?...todos soñamos, pero son muchos los soñadores y pocos los hacedores de ellos.