Viajar para alimentar el alma
Cuando estaba en el aeropuerto, a punto de empezar mi viaje de mochilera, mi hermana se acercó a darme un regalito. En esa pequeña caja había un rosario, con el que ella quería que me sintiera protegida, y un papel que decía: “Espero que en este viaje puedas descubrir que la felicidad siempre estuvo dentro de ti”.
Ella tenía toda la razón del mundo. De hecho, yo también pienso que, si uno viaja para “encontrar la felicidad”, se está yendo demasiado lejos. Pero en mi caso, era mucho más que eso, no sé cómo explicarlo. Simplemente estaba segura de que allá afuera había un mundo enorme esperando por mí: lugares que tenía que recorrer, personas que debía conocer, mil experiencias por vivir. Para ser honesta, no sabía exactamente qué esperar. No estaba buscando algo en específico, sin embargo, decidí partir con el corazón abierto para recibir todo lo que la vida estaba a punto de regalarme.
El 1 de marzo de 2018, con una mochila de 60 litros al hombro, me subí a un avión sin pasaje de vuelta. Era la primera vez que me iba de casa por tanto tiempo, la primera vez que viajaba sola, la primera vez de muchas cosas.
¿Tuve miedo? Honestamente, ni un poquito. Supongo que eso es lo que pasa cuando sabes que algo es para ti. Sólo sientes calma y felicidad, y yo había soñado tanto con ese viaje.
Mi plan era conocer algunos países del sudeste de Asia en cinco meses, que luego se convirtieron en 14. Desde las primeras semanas viviendo esa experiencia, todo era felicidad de la más pura. Me sentía como una niña que observa cada detalle con los ojos completamente abiertos para no perderse nada, como quien ve un arcoíris pintando el cielo de colores por primera vez. Me emocionaba con las cosas más simples, andaba por las calles jugando a intercambiar sonrisas, era como una esponjita que iba absorbiendo todo, que se empapaba de nuevas culturas. Estaba aprendiendo muchísimo, sobre todo de mí misma.
Viajar sola siendo mujer no es fácil, cada día era un nuevo reto, experiencias que me ponían a prueba y yo las iba venciendo una a una. Sentía que no había nada imposible para mí.
Siempre tuve claro que, en una relación de pareja, es mucho más fácil enamorarse de la otra persona cuando hay admiración de por medio, pero durante ese viaje aprendí que esto también se aplica a uno mismo. Esa aventura me permitió descubrir lo valiente que puedo llegar a ser, me hizo más fuerte y eso me ayudó a admirarme más como persona, a valorarme y quererme más. Amor propio, ese del que tanto hablamos, pero que no siempre nos preocupamos por trabajar.
Durante mi vida había escuchado mil veces la frase “vivir el presente”. Y yo la entendía, claro, pero ponerla en práctica es otra cosa. Me di cuenta que aprendí a hacerlo cuando ya iba viajando un par de meses y me preguntaban qué iba a hacer después, cuál era el siguiente destino o dónde me iba a encontrar en tres semanas. Normalmente no tenía idea de qué responder y, para ser sincera, no me importaba mucho. Aprendí a no planear tanto y a disfrutar plenamente el momento que estaba viviendo. Por primera vez, la incertidumbre no era sinónimo de intranquilidad, sino todo lo contrario, me parecía demasiado emocionante saber que en mis manos tenía el poder de decidir dónde quería estar, qué camino iba a tomar o con quién iba compartir mi tiempo. Me parece demasiado emocionante darme cuenta de que, en realidad, ese poder lo tenemos todos. Siempre.
Aprendí también a ser más agradecida. Si supieras la cantidad de veces que me encontré a mí misma sonriendo, la cantidad de veces que tenía que parar por un momento, que sentía la necesidad de pellizcarme para entender que lo que estaba viviendo era real, la cantidad de veces que pensaba: “¡Wow! En verdad estoy acá. Gracias por tanto”.
Viajar definitivamente te transforma. Desde el momento en que empiezas a soñar con un viaje y a planificarlo, y te das cuenta de que para hacerlo realidad tienes que sacrificar ciertas cosas, ya estás cambiando, ya estás modificando tus prioridades. En el momento en que decides salir de tu zona de confort y te abres a este nuevo mundo en el que conoces lugares maravillosos que antes solo veías en imágenes, en el que compartís con personas con las que haces clic en cuestión de minutos porque te sientes tan identificado con lo que ellos también están viviendo, estás cambiando. Cuando te permites regalarte la posibilidad de compartir con los locales del lugar que estás conociendo, de aprender de su cultura y tradiciones, tomarte un café con ellos, estás cambiando. Cuando te das cuenta de que las experiencias superan a las cosas materiales y que todo lo que realmente necesitas puede entrar en una maleta (o en una mochila), estás cambiando.
Viajar es una oportunidad maravillosa para conocerte mejor, para conectar con la naturaleza y contigo mismo, para salir de la rutina. Viajar te permite vivir intensamente, sentir con fuerza, estar en situaciones diferentes, incluso extremas, y poder ver cómo reaccionas ante ellas. Viajar es la mejor manera de conocer nuevas culturas, de probar nuevos sabores. Viajar ayuda a tener presente lo pequeño y grande que eres al mismo tiempo, a conocer más de tu propio país gracias a otros turistas y querer planear más viajes para descubrir toda su riqueza. Viajar es una hermosa forma de entender que, en realidad, todos somos más parecidos de lo que muchas veces pensamos y que en las diferencias, también se encuentra la belleza.
Viajar da la posibilidad de que, estando al otro lado del mundo, recorriendo Los Himalayas en India, una monja budista se te acerque sonriendo, agarre con delicadeza el rosario que tu hermana te regaló y que llevas colgado en el cuello, y mirándote a los ojos, te diga: “Dios es demasiado grande para caber en una sola religión”.
Y sí, es cierto que para ser feliz no tienes que cruzar ninguna frontera, pero hacerlo sin duda te va a regalar miles de momentos cargados de felicidad. Y eso ya es un montón.