El carnaval, el artesano y la guerra
Al finalizar aquel martes de ch’alla, Ruperto Ortiz sintió de súbito que la bebida le subía a la cabeza. Como artesano querendón de su oficio, conocía muy bien la importancia de adorar a la Pachamama y así lo había hecho convidándole bebida y alcohol como en los mejores tiempos.
Parecía que atrás quedaba el tiempo de la peste, que las cosas volverían a ser como antes. Sentado tras las mesas cubiertas de manteles de plástico y repletas de los restos del puchero de mediodía, recordó el tiempo en que creyó que no podría pagar la hipoteca de su casa. Para cuando su compadre se le acercó, ya había ingerido dos o tres cascos de chicha demás.
Su amigo de toda la vida, compadre del alma y confidente de rutina, no era otro más que el profesor del barrio, un hombre instruido en la academia y sobrio desde que se tituló de maestro. A diferencia de Ruperto Ortiz no solía beber y en esa ocasión se le acercó para persuadirle que deje de tomar.
-Somos inmensamente felices -indicó Ruperto Ortiz a tiempo de abrazar a su compadre.
El profesor Demetrio Urbano, en homenaje a los viernes de soltero que alguna vez supo vivir con su compadre, se lo creyó, pero como su amigo iba por los desfiladeros de la beodez decidió cambiarle el tema para tratar de alejarlo del alcohol.
- Hay una guerra —le dijo.
- Hay muchas guerras —le contestó Ruperto Ortíz.
- Pero ésta puede amenazar la paz en Europa y el mundo —le contestó con mayor seriedad el profesor.
- Pero eso está muy lejos —replicó el artesano-, además nuestro Gobierno no ha dicho nada —sentenció.
- No dice nada porque para ellos lo justo vale menos que lo ideológico —replicó el académico.
En ese momento fue que la inspiración hizo presa del profesor de barrio y lo encumbró en una explicación que lo llevó de la geopolítica al derecho internacional y de los derechos humanos a los tratados de paz.
Ruperto Ortiz sintió que no comprendía lo que su compadre le decía, pero contra todo sentido común no lo atribuyó a su escaso criterio ni a su poca formación académica, sino que decidió atribuirlo al efecto del alcohol.
— ¡Son vainas compadre! — gritó Ruperto Ortiz —, hagamos como el país: olvido y perdón— finalizó.
El profesor comprendió entonces que su compadre tenía razón; que él, como el país y el mundo, prefería vivir borracho de placer antes que enfrentar el dolor de la realidad.
El autor es escritor
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ